Revista Talentos

Clara

Publicado el 27 diciembre 2015 por Aidadelpozo
Dedicado a todas las personas luchadoras, que decidieron un día cambiar su vida y, con ello, la de quienes estaban a su lado. Y a mi querida Alaska. Un abrazo con todo mi corazón.

Clara apagó la alarma del móvil apenas esta comenzó a sonar. Se desperezó un segundo y puso sus pies descalzos en las frías losetas del dormitorio. Como autómata buscaron estos las zapatillas que la noche anterior se había quitado sin cuidado alguno. Una estaba bajo la cama, por lo que tuvo que agacharse para alcanzarla con la punta de sus dedos. Sonrió.

Tras una ducha rápida y el habitual cepillado de dientes, regresó al dormitorio, se vistió e hizo la cama. Era sábado y la alarma estaba programada para que el fin de semana sonase a las ocho y media y no a las cinco, en que lo hacía en día laborable. Las ocho y media, Clara consideraba que era suficiente descanso, si tenía algo de sueño tras la comida, se recostaría en el sofá con su manta de pelo y echaría una cabezada acompañada del soniquete de la serie de turno que estuvieran televisando. Pero así, a las ocho y media, viviría más y, sobre todo, soñaría más.

Abrió la puerta del dormitorio de sus hijos y contempló cómo dormían. Adolescentes ambos, se acostaban tarde y no había alarma en sus teléfonos móviles los fines de semana. El mayor tenía la manta casi en los pies. Se acercó y con mucho cuidado, volvió a colocarla. El muchacho abrió un ojo, sonrió y se movió ligeramente, para regresar a su postura originaria y seguir durmiendo.

Clara bajó a la cocina, tomó su medicación y se preparó un tazón de colacao. Muy caliente. Hacía un frío polar en aquella casa. Había dejado de poner la calefacción un par de semanas antes. Sabía que no podría permitirse pagar el recibo del gas que viniese si la ponía, así que mejor empezar a ahorrar. En el armario de la entrada, además de los abrigos, había batas y batines y en el sofá del salón, varias mantas para cubrirse. Un pequeño calefactor para caldearlo y cerrar la puerta para que el calor permaneciera y esas mantas eran suficiente. Los fines de semana y algunos días entre diario, veía con sus hijos películas. Los tres juntos en el sofá y ambos perros cubriendo el escaso espacio sobrante era suficiente para crear calor de hogar sin echar mucho de menos la calefacción. Volvió a sonreír pensando en la imagen.

Después puso una olla y comenzó a preparar la comida. Lentejas. Su hijo pequeño lanzaba un sonoro puag cada vez que recibía la noticia de que tocaba ese menú. Aborrecía las lentejas. Menuda gracia le va a hacer, pensó Clara, pero es lo que toca. Y sonrió de nuevo.

Después subió de nuevo a la planta de los dormitorios. Abrió la puerta del suyo y otra vez una sonrisa, luego se dirigió al que estaba enfrente y entró. Vacío.

Nada había en aquel dormitorio desde que él se mudó. Se llevó todos los muebles. Ella le dijo que lo hiciera, que no tuviera cuidado pues pensaba cambiarlo de todos modos. Habían pasado tres meses y el dormitorio seguía vacío. No había dinero para comprar ni el canapé. Abatible, se dijo, lo quiero así para meter muchos trastos en él. Es muy práctico como almacén. Cuando pueda, así lo compraré.

Miró las paredes pintadas de malva y morado. En la pared frontal, donde antes había un cabecero de cama, solo quedaba una balda blanca con unos cuantos libros, una caja de rayas blanca y morada que guardaba bisutería y dos tiestos blancos con plantas artificiales. Permanecían ahí como unica decoración, dando a la habitación el aspecto inalterable de que alguna vez había sido un dormitorio. Esas paredes habían oído sus risas y también sus llantos y en parte, se dijo, todavía mantenían el recuerdo de los días buenos y malos, incluso de los gemidos de placer que vivieron.

Clara sonrió. ¿Cuántas veces lo he hecho hoy? Me siento rara, pensó. Hoy sonrío en exceso. ¿Se puede sonreír demasiado? En ese momento lanzó una sonora carcajada. Se dio un par de golpecitos con los nudillos en la cabeza y volvió a reír. Suena a melón, Clarita, tu cabeza suena a melón al que le faltan días para madurar.

Después entró en el baño del dormitorio. En la bañera, una jaula de hamster. Su pequeña mascota había salido exploradora y no había quien la retuviera en la jaula, así que Clara había optado por hacer de la bañera un amplio terreno para el disfrute del animalito. Con una cuerda había sujetado la puertecilla para que permaneciese abierta y había puesto un trozo de césped artificial para que pareciera una verdadera parcela verde. El hamster paseaba de vez en cuando por su improvisada finca y de nuevo regresaba al calor de su jaula y de la casita de plástico que hacía las veces de confortable nido. El hamster había convivido durante más de un año con su hija pero un día esta había aparecido muerta, en sospechosas circunstancias. A veces los grititos de ambas- el superviviente era la madre de la difunta- se oía fuera del dormitorio. Enterraron al hamster en el jardín, cerca de la cobaya, los pajaritos, las tortugas...

Por un momento, mientras cambiaba el agua a la superviviente, pensó en el animal y en su propensión a escapar de su jaula. Le recordó a ella misma, una Clara con ideales voladores y sueños de libertad que, por fin, había conseguido hacer realidad. A costa de no poder comprar un nuevo dormitorio y ver una habitación vacía. Menos que limpiar, se dijo y sonrió por enésima vez, aquel día.

De pronto su rostro se iluminó. Bajó deprisa la escalara y cogió su bolso y el abrigo, buscó si llevaba las llaves y el monedero después escribó un wasap a sus hijos: he ido a Leroy Merlin. Regresaré a la hora de comer. Besos.

En el establecimiento se dirigió a la zona de pinturas. Miró y remiró, durante cerca de quince minutos. Y en ese tiempo, soñó. Como tantas veces, pero esta vez soñó con su dormitorio, sin malos ni buenos recuerdos. Simplemente, pintado con otros colores y decorado con los muebles blancos, una ligera pincelada de color en una butaca blanca que antes estaba en el dormitorio, pero que había trasladado a la buhardilla, ahora semivacía pues su ex marido se había llevado gran cantidad de muebles de ella. Aquella vieja butaca blanca, sería transformada, se dijo, en un mar de colores vivos y brillantes. El único toque que rompería el blanco inmaculado del mobiliario y del edredón.

Finalmente, eligió el color. Después compró brochas, tapagrietas, una espátula, cinta de carrocero y rodillos para pintar. Pagó y se fue a casa. En el trayecto la radio la acompañó. Alaska y su "A quién le importa", sonaba cuando aparcó el coche y descargó lo comprado.

Sus hijos aún dormían. Cogió la escalera del garaje y comenzó la tarea de preparar las paredes. Después comenzó con la primera mano de pintura. Aunque era muy cubriente, como dijo el vendedor, ella ya había advertido que debía cubrir un malva y un morado, así que estaba dispuesta para dar dos o tres manos si fuese necesario. El caso era borrar recuerdos.

Tras la comida y el esperado puag de su hijo pequeño ante el plato de lentejas, los muchachos regresaron a su cuarto y a su vida y ella al dormitorio y sus brochas. La primera mano había secado ya. Una nueva capa de pintura y, efectivamente, se dijo, apenas quedan malos ratos por cubrir.

La habitación había quedado preciosa. Aun sin muebles, hablaba. Cuando tenga dinero, verás cómo vas a lucir. Espectacular. En ese momento, la habitación se calló, definitivamente. Clara sonrió y halló la respuesta de su dormitorio en tono coral. Una enorme sonrisa bañada por un sol de invierno tanto o más hermoso que el de primavera. Porque, cuando el sol decide salir en los días invernales, el privilegio de su presencia hace de esos, simplemente maravillosos.


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