Revista Fotografía

De Sobrevitsa a Sobia, en Teverga. Por Max.

Publicado el 23 junio 2011 por Maxi

Cada vez que retorno a los orígenes, al pueblo donde me nacieron, me pasa lo mismo, el fantasma de los abuelos se hace presente, cobran nueva vida esas etéreas y medio olvidadas formas. Comenzando por la abuela: pelo blanco, peinada de moño y encima el inevitable pañuelo negro, vestido también de luto permanente, nariz larga, ojos pequeños y vivaces; ¡mandona siempre! hay que reconocer que tenía dotes de organizadora y sabía hacerse obedecer. El caminar era vacilante, debido seguramente a las piernas arqueadas por la artrosis, la voz chillona y de aparente y eterno enfadado. No podía verte parado, en seguida te mandaba a buscar agua con la caramañola (cantimplora) a la fuente del pueblo. Su especialidad en la cocina era el arroz con leche, requemada con el gancho, con los cocidos teníamos peor suerte, ya que solían terminar la mayoría de las veces chamuscados y todo por que se le iba el santo al cielo… -nunca mejor dicho- era una viviente máquina de rezar.

En cambio el abuelo era la antítesis: callado –había que sacarle las palabras con sacacorchos- tratando de pasar desapercibido en todo momento, no hablaba por no ofender; ojos azules, la piel curtida de andar por el monte, el pelo aunque ahora me parezca blanco, cuando joven presumo fuese muy rubio, los mofletes y la punta de su aguileña nariz: colorados –y no era debido al tintorro- el andar cansino, y aunque diese sensación de menudo y frágil –que lo era- al mismo tiempo era fibroso, la voz no acertaba a despegarla del cuerpo; se mantuvo activo hasta última hora cuidando de las vacas, una bronquitis vino acabar con él, dos días después de nacer mi primer hijo.

Dignos abuelos -como lo eran la mayoría en aquellos tiempos- condenados a trabajar toda su vida como forzados; hacía unos cuantos años que la esclavitud adoptara formas más sutiles, ya no se estilaban los grilletes, habían pasado de moda, entonces era la misma tierra quien se encargaba de obligarte a penar para sobrevivir. Pagaban un precio muy alto para poder contar con un pequeño patrimonio, que legar a sus descendientes. Fue así como llegaron a mis manos, unas fincas que nada me rentan y materialmente poco valen, pero representan el sudor de aquellos ancestros y de las que me vería incapaz de mal vender, por que me parecería que estaba despreciando su sagrado sudor y ¡eso nunca! Que lo hagan los viznietos que ellos no tienen la carga sentimental que yo arrastro.

Hacía más de diez años que no subía a Sobia, puerto alto, plataforma elevada que sirve de mirador de los concejos de Quirós y Teverga. El excursionar a Sobia siempre representó un reto para todo tevergano, sean estos: jóvenes, maduros o mayores, el hecho en si de elevarte por encima del farallón calizo ¡es una pasada! -como dirían los de ahora- y contemplar desde arriba -si la niebla te deja- casi todos los pueblos, montes y tierras del concejo. Lugar de estancia durante el verano de rebaños trashumantes de los hermanos extremeños. De esas épocas antiguas se conservan una docena de corros, construcciones singulares todas de piedra -incluido el techo- aunque este suele terminar colonizado por la vegetación. Al final resultaron más sólidos que las cabañas que se cuentan con los dedos de una mano, las que continúan en pie. Esta arcana relación explica el que haya fuertes y estrechos vínculos, y sólidos lazos de unión entre gentes que ni siquiera son vecinos de provincia.

Partimos junto a la ermita que tiene erigida la patrona del concejo: la virgen del Cébrano. El sol de la mañana caía filtrado por la tenues nubes, como amplia lluvia, sobre los árboles y praderías que se extienden, ondulantes, entre prados montunos, bosquecillos y sobretodo matorrales, ya no queda ni un solo sembrado, de los que antaño rodeaban las vegas del pueblo de Carrea, nada de centenos maduros y pan de escanda, amarillentos; ni siquiera avenas, de un verde claro, o cenizos de un verde sombrío, cubren, con su tosca colcha rayada, semoviente y suave, el desnudo vientre de esta tierra abandonada.

El primer tramo de camino es empinado y pronto comenzamos a sudar la gota gorda, y después de todo tuvimos suerte, ya que había bastantes nubes y el sol no nos castigaba demasiado, por otra parte los oídos disfrutaban como verderones, con el continuo canto de jilgueros, raitanes, y toda una caterva de paxarinos que aunque en apariencia sean menudos, sin duda son muy grandes y virtuosos solistas, amén de expertos en el canto rural. Llegando al final de la primer gran cuesta, quise distinguir el prado de Valdelapiedra, donde recuerdo haber estado…¡cuanta ya! en más de una ocasión, segando con los tíos Heliodoro, Mino “el cura” y el primo de ellos Manolín el de Ramona; llegabas tan cansado al prado después de la larga caminata desde el pueblo, que ya te apetecía echarte a descansar a la sombra de un fresno, y no salir de allí en toda la mañana, y menos mal que a continuación de tirar los primeros marallos, de la parte más plana de la entrada, te adentrabas en unos recovecos y pequeños pascones, rodeados de matos y mucha arboleda, donde bien podías perderte disimuladamente… y si acaso disfrutar del oasis en la sombra, sin tener a Heliodoro detrás arreándote y poco menos que segándote los tobillos.

La Cuquita como es más ligera caminó delante, el mi motor como ye diesel iba detrás a su ritmo, aunque tenía la disculpa que las asemeyas y el video se acumulaba en las tarjetas y me hacían perder algo de tiempo; poco antes de las envueltas cargamos –en una fuente cuyo nombre no recuerdo- agua ¡fresquina, fresquina! Llenamos a conciencia los buches y las botellas. Disminuía por momentos el concierto de los paxarinos, aunque en compensación aumentaba el más repetitivo y menos armonioso de los grillos. Nos encontramos con algún que otro todo-terreno que tenían que hacer maniobra en las revueltas para poder seguir. Al fin llegamos al lago encontrándolo concurrido de vacas y yeguas que se acercaban con la intención de aplacar la sed. Lo que no encontré fue la fuente donde la última vez –que fuimos en familia- habíamos bebido un agua –la verdad tengo que admitir que estaba un poco… bastante arcillosa- y a la que Gemma echó la culpa de unos ciertos desarreglos intestinales, aunque para mí: más se debieron al no estar acostumbrada al sol de altura y también a su delicado estómago, ya que de los teverganos y descendientes, ninguno resultó afectado. ¿Será por que somos una casta aparte…? A testones seguro no nos gana nadie.

Llegados arriba disfrutamos satisfechos de las vistas al concejo, después caminamos por el alfombrado tapiz y nos acercamos a los restos de una cabaña donde el fresno que había delante hace unos treinta años, es ahora un esqueleto seco, recuerdo que en aquella ocasión mi hijo Rubén que era muy pequeño, había subido desde el pueblo, montado a ratos en un burro de los abuelos al que tenía miedo, y pese a sus pocos años, prefirió hacer la mayoría del camino a pata. Al caer la tarde, aconteció que se quedaron la madre y el crío pequeño, delante de esa misma cabaña, habiendo ido el que os cuenta y los tíos en busca de unas reses, cuando de improviso llegó una niebla espesa, que no permitía ni verte las manos, el crío se asustó tanto y se quejaba a la madre diciendo:

-¡Ahora mi padre se perdió…! ¿Qué va a ser de nosotros? ¡Nos van a comer los lobos!

Comimos con gran apetito los bocadillos, la empanada, el yogur y la fruta, sentados en un paredón al lado de un corro, las vacas y las yeguas suspendieron por momentos el arrancar el corto césped con sus dientes, y se acercaban expectantes y si acaso hubo que espantarlas, ya que parecían dispuestas a participar en el festín, hasta se disputaron el rispio de las manzanas. Continuamos caminando en dirección a los restos del Cabanón de los abuelos, al que no logré distinguir, ya que por allí no quedaban más que piedras sueltas de muros deshechos, de varias y antiguas edificaciones. Llegamos al canto hasta divisar el concejo de Quirós, en dirección a la hondonada había un poco de niebla, que también apuntaba por los altos picos, así que la vista aunque estaba la cortada impresionante como siempre, no resultó tan espectacular como cabía esperar en fotos y video.

Después de pasar la Vega de Adentro, llegamos al canal de Faya, e igual que el anterior, estaba colonizado por manadas de vacas y algún que otro torete, que nos miraban con cara de poco amigos, a la que respondimos con un cierto recelo de nuestra parte –ya no estamos en edad de torear, ni nuestra sombra siquiera- El ganado –tanto caballar como vacuno- se nos acercaba, talmente como si fuesen a coparnos, acostumbrados seguramente a que los ganaderos les suministrasen puñados de sal, y golosos trataban que nosotros, se la facilitáramos. Varios corros se repartían por el pequeño valle, observamos a la izquierda, elevado como se destacaba el Ventanón, aunque nunca tuve ocasión de asomarme, recuerdo como era el camino más corto entre Sobrevitsa y Sobia, por el bajaban y subían con la zurrona a la espalda y muchas veces hasta lo hacían de madreñas, por un camino de cabras, tan cuesto que si te ves al inicio, parece que sea imposible aventurarte en el, sin despeñarte.

Estuvimos tentados de acercarnos al desfiladero de Peñas Juntas, aunque después, acertadamente juzgamos, que quizá sería demasiado, volvimos sobre nuestros pasos y a continuación emprendimos la bajada; los alrededores del lago estaban copados por un regimiento de animales, aquello parecía el recinto de la Plaza, celebrando la Feriona en Sobia. Seguía la sesión continua del concierto de los alegres y flautistas pajarillos, dándole sin parar a la parpayuela. La bajada fue mucho más rápida, repostamos agua a medio camino en la fuente y llegamos al coche, a decir de los dos un tanto cansados, con el único contratiempo de unos pequeños calambres en un muslo, que me dieron al subir en el coche.

De Sobrevitsa a Sobia, en Teverga.  Por Max.

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