Revista Fotografía

Disputas desde el canto de la sepultura. Por Max.

Publicado el 30 junio 2011 por Maxi

El viejo Leandro “alias el Peque” había sido toda su vida lo que se dice “un viva la virgen” Logró terminar -a duras penas- los estudios de Perito en la vieja escuela de Gijón, y se podría decir también –sin faltar a la verdad- que lo había hecho en régimen de -semi distancia- que era la que existía entre el vetusto caserón y el bar el Túnel, aula alternativa, donde los jóvenes y menos estudiosos aspirantes a peritos, aparte de relacionarse, adquirían provechosos conocimientos de barra y mostrador; en compensación a tamaño esfuerzo, su cuerpo normalmente se veía regado interiormente, con abundante tintorro y externamente con alimenticias raciones de tapete verde, al fin y a la postre era para ellos, el aula magna y donde se pasaban la mayoría del tiempo. Lo que no fue obstáculo para que años después, puesto a trabajar, asociado con otro compañero, hubiesen fundado una empresa de trabajos eléctricos en la ría de Avilés, en la avenida Conde de Guadalhorce y que al amparo del descomunal crecimiento de ENSIDESA, progresara él también, en la recaudación del vil metal, logrando un éxito más que notable.

Entre medias haciendo gala de su espíritu siempre decidido, se había casado con una lugareña de la villa del Adelantado, aunque el matrimonio con Adela, desde el principio se desarrollara en un ambiente tan espeso –por entonces- como el de la misma contaminada urbe. No exagero si digo que Adela no era agraciada, ya de joven, pequeña y con la cara grande, cuerpo demasiado cuadrado y tetón, sin cintura, en ella el sexy brillaba por su ausencia, aunque hay que reconocerle que tenía unos labios hermosos, carnosos y bien dibujados; era su mayor mérito para quien supiese descubrirlos, y fuese capaz de imaginar y sentir sus besos, cualidad que dudo mucho estuviese en condiciones de apreciar “el bala perdida” del Peque. Su desmadejada manera de vestir realzaba sus débiles atributos femeninos. Las faldas le parecían repicar siempre de un lado. Sin lograr tener hijos, que vinieran a paliar la falta de entendimiento en origen, acabando por descarrilar del todo el desigual matrimonio –fruto de una cogorza, como confesara él, en alguna ocasión- años después, con la disculpa de una joven secretaría, con la que terminó encoñándose, “el pestaña alegre del Peque” Aunque en aquellos tiempos no existía el divorcio, a menudo se solía practicar el “ahí te quedas” con lo que pasó a vivir a su Xixón del alma, con su querida. No teniendo impedimento para repartirse con su ex, un viejo caserón de indianos –como bien ganancial- formado por dos amplias viviendas, muy cerca del centro de la urbe -total no pensaba habitarlo nunca-

Aunque ya no era conocido por “el Peque” con los años había ascendido a D. Leandro, había perdido su abundante cabellera negra, sus encías –como es lógico- aparecían menos pobladas que en sus años mozos, y su andar se había vuelto lento y moroso. Jubilado hacía un tiempo, recuperó los hábitos de solterón a la fuerza, después de ser abandonado por la secretaria que se cansó de lavarle los calzoncillos… y dado que entonces tampoco se conocía la viagra, ante el evidente enfriamiento de la pasión y parece ser que el asunto tampoco funcionaba mucho más allá –los años no perdonan- O por lo menos al ritmo que le exigía la diferencia de años de su compañera, quedando más solo que la una, y lo que es peor ¡casi sin cuartos! Terminando por verse obligado a regresar sus escasas pertenencias, a la parte que le correspondiera del olvidado caserón, cercano a la céntrica calle Galiana.

Se instaló en la vieja mansión, que aunque estaba un poco marchita, daba la apariencia de haber sido un caserón distinguido. A la entrada contaba con un par de palmeras, detrás de un muro de piedra y donde venía a dar una calle arbolada, tranquila y perfumada. Con casas bajas a los lados y por la que escasamente se aventuraba algún coche; toda la algarabía se reducía a unos chiquillos los domingos por la tarde, que solían tomarla como cancha, para sus juegos de pelota. Calculaba que con un poco de suerte le quedarían diez o quince años de vida, su camino estaba más que trazado: sin sorpresas, solo, sin parientes allegados. Se podría considerar que le esperaba una vida poco menos que paradisíaca, mientras se valiese por si mismo. Sus largos días los dedicaría a escuchar música, leer cuentos, novelas, y evocar escenas de la infancia, dormir la siesta y dar largos paseos hasta el parque del Muelle, cruzando el casco antiguo, que todavía conservaba su vieja prestancia señorial. Estaba decidido a que desde el primer día, el contacto con la recuperada urbe, se tornase reglado y selectivo: cultivar el ocio, tirado a la bartola en casa, y como excesos, girar una visita temprana -un par de veces al mes- a un distinguido burdel, terminando con una cena en casa Lín, Alvarín o la Parra y de postre regresar en taxi, acompañado de una buena borrachera.

Sabido es que en esta vida nada sale como nos proponemos, y el diablo dicen que no descansa… así es que en el recodo más virginal e inocente, nos espera la vil serpiente, acechando escondida, con toda su carga de veneno. Los fantásticos planes de vida muelle, para su vejez, pronto se vieron alterados. No contaba con que la vieja y rencorosa Adela, con los años, había acrecentado el odio que le profesaba. Salió al balcón que daba a la fachada interior del caserón, justo cuando su ex –todavía más gorda y desfigurada que la última vez que la viera- asomaba con un pañuelo negro de bruja, amarrado a la cabeza, al verla reculó para adentro trancando la puerta, siendo imitado por ella con un fuerte portazo. Fueron suficientes unas décimas de segundo de mirarse a los ojos para renovarse el mutuo encono.

¡Carajo! Sabía que un día u otro terminarían por encontrarse, pero no esperaba que al percibir la mirada de odio de ella, se despertaran en el los antiguos deseos homicidas contra la interfecta, rescoldos del fuego surgido, años ha, cuando tuvo lugar el pleito de divorcio. Le embargó un sentimiento de ansiedad, decidiendo que en adelante la postura a seguir, debería centrarse en espiar a su enemiga, rastrear todos sus movimientos, hasta encontrar sus puntos vulnerables, que ya tenía medio olvidados. Al cabo de una semana de monitorear todas sus idas y venidas, tenía confeccionada una hoja de ruta detallada: Se levantaba alrededor de las siete, hacía las compras en una tienda, al comienzo de la calle Galiana; a media mañana asistía a misa a la iglesia de San Nicolás de Bari, no solía recibir visitas, y bastantes tardes acudía a curiosear escaparates; conservaba su proverbial mal gusto en el vestir, y muchas tardes cosía y en tono bajo, berreaba a la vez –aquello que salía de su garganta, no se le podría considerar como cantar, de ninguna de las maneras- sentada en una vieja mecedora en el porche de la entrada.

Los primeros días de tanteo fueron tranquilos, aparte de algún que otro portazo, caños abiertos a deshora, nada parecía turbar la idílica paz que se respiraba en el ambiente, hasta que se le ocurrió escuchar un disco de Alfredo Kraus, sentado placidamente, disfrutaba con los ojos entre cerrados cuando… un seco golpe en la pared vino a llamar su atención ¿Qué fue eso? –se preguntó, quedando en suspenso, expectante, y de nuevo se volvió a repetir el golpe, paró el tocadiscos, llegando a sus oídos a través de la pared, el desagradable y conocido vozarrón:

-¿Vas a quitar esa música de mierda?

Leandro quedó helado, sabía por haberlo vivido, que el bell canto, no era precisamente una de las debilidades de su ex, pero atreverse a ofender al dios Kraus ¡era intolerable! Sin hacer caso, en venganza aumentó el volumen del tocadiscos. Cuando de la pared surgió nítido el insulto:

-¡Pedazo de cabrón! No te dije que me molestan esos aullidos de chacal.

Leandro quedó callado un instante después le gritó:

-¡Te aguantas, zorra!

En mala hora lo hizo, lo que siguieron ya no fueron golpes, seguramente se puso a dar la matraca a una cacerola. Leandro estuvo en un trís de ceder pero… adivinando que una cesión en aquellas circunstancias, le llevaría a una derrota segura, así que le dio a tope al volumen. Su ex siguió con la cacerolada, alternando con golpes en la pared y gritos destemplados, hasta que se cansó y abandonó la casa dando un portazo que hizo temblar todo el edificio. Este primer incidente halagó la vanidad de macho de Leandro, no se había dejado intimidar “se había salido con la suya”. En días sucesivos continuó con sus raciones de ópera, para dejar en claro quien mandaba en el edificio, solo contestadas con protestas apagadas, que llegaban a sus oídos con lindezas del estilo de:

-¡Ya empieza ese hijo de puta!

Que hicieron a Leandro sentir que el enemigo estaba acoquinado y se batía en retirada, y que por ende, la batalla estaba prácticamente ganada, pero…una tarde estando fumando, asomado a la ventana, vio a su ex jadeando cargada con un paquete voluminoso. Algo en su remango le vino a intrigar, así que optó por acercar el oído a la pared de las rencillas, escuchando al poco arrastrar muebles y canturrear alegre a la mujer. Al cabo de una media hora, de pronto la pared comenzó poco menos que a temblar y vibrar, impulsada por la voz desgarradora de una mujer, que después descubrió que se trataba de la cantante mexicana -Paquita la del Barrio- dando rienda suelta a sus desgraciados amores, e insultando sin piedad a los hombres. Leandro escuchó paralizado unas cuantas canciones, después harto puso en funcionamiento su tocadiscos con el divo a cuanto daba, su ex al notar la contra programación aumentó a su vez el volumen, volviéndose aquello una casa de locos, habían dado comienzo las primeras escaramuzas, de una incruenta guerra de las ondas.

Esta batalla duró varios días, las majestuosas óperas de Kraus, competían con los llantos, quejidos y los desabridos insultos, de la del Barrio, hasta que Leandro, cansado de que el dios Alfredo se viese rebajado a enfrentarse a pelo, con la pelandusca de la Paquita, decidió acercarse a Discorama y agenciarse unos cuantos discos de música de trompeta y marchas militares. Así que ahora menudearon los conciertos guerreros, enfrentados a los mariachis y el canto desgarrado de la mexicana, redobles de tambores y timbales, clarines y trompetas atronaban la rodiada, y menos mal que la casa estaba aislada por un amplio jardín. Aquellos días tuvo lugar una lucha grandiosa, con escaramuzas, ataques y contra ataques, aunque la similitud de fuerzas hizo que la guerra se tornase insostenible, hasta que ambos terminaran -ante la imposibilidad de que la balanza se inclinase de su lado- en caer en un armisticio tácito, casi al unísono fueron bajando los volúmenes, hasta terminar escuchando sus respectivos aparatos a un discreto volumen, o haciéndolo cuando el otro había salido, se puede decir que el resultado fue claramente: de un empate.

Igual que después de la tempestad, llega la calma, los dos contendientes se sumergieron en los placeres del armisticio y la paz recobrada. Procuraban no coincidir en la escalera ni en la galería de entrada, lo que traía consigo que tuviesen que estar pendientes uno del otro siempre. Así fue como Leandro descubrió que su ex y también vecina, dedicó un par de semanas a pintar el interior de la vivienda, siguiendo a continuación con la galería de entrada, la vieja mecedora la forró con un estampado chillón que ofendía la vista, y en la baranda situó una hilera de macetas vacías, que fueron llenándose en días sucesivos, de plantas que si mal no recordaba, deberían ser: geranios, dalias, peonías, claveles y otras que no lograba distinguir. Detrás del cristal Leandro vio surgir todo un vergel en la vecindad. Aunque Adela no se afanaba en silencio, entre dientes le escuchó mascullar más de una vez:

-Algunos no saben lo que es vivir decentemente y tienen su casa como cubiles de marranos.

Leandro no hizo aprecio a sus comentarios, pero le entró la mosca detrás de la oreja. ¿No sería aquello el inicio de unas nuevas hostilidades? -pese a la conocida tosquedad de su ex- ¿podrían ser muestras de una inusitada sutileza? ¿Estaría tratando de dejarlo mal de cara a las visitas? A Leandro no le apasionaban las flores -el era más de canciones, música y otras gaitas- de modo que renunció a competir con su vecina en este sentido, pero recordó haber visto en una floristería de la calle la Cámara, un pino que levantaría más de un metro, con el se hizo de inmediato, colocándolo a un lado de la puerta. Estuvo atento a la llegada de Adela –quería ver la impresión que le producía- la contempló subir bufando las escaleras, y como se detuvo asombrada y durante un gran rato como examinaba sin cortarse el esbelto arbusto, eso sí con cara de pocos amigos, terminando por soltar -al retirarse hacia su vivienda- una estruendosa carcajada.

Se sintió un poco desilusionado, ya que esperaba verla palidecer de envidia, no obstante hizo otra incursión a la floristería, en la que se agenció un acebo -cargado de bolas rojas y todo- que vino a situar al otro lado de la puerta, lo que tampoco pareció impresionar a su vecina. Completando poco después su particular vergel, con un tupido rosal que situó en amplia jardinera, contra la barandilla. Esta última planta fue la que provocó un fruncimiento de nariz de su ex, una mueca de abatimiento, que Leandro no dudó en interpretar como una muestra de la envidia que la corroía, la prestancia del rosal la había vencido. Para hurgar en la herida, cada vez que regaba su jardín, no dejaba de decir bastante alto, para que se le oyese:

– Geranios y claveles, florecillas sin chicha. Hay que tener mal gusto para cultivar tiestos de peluquera. La distinción está en los arbustos garbosos, que te dan la sensación de habitar en el campo.

Esta rivalidad campestre hubiera terminado en nada, si no fuese que Adela para acceder a su vivienda, debía pasar un trecho por delante de la habitada por el ex Peque. El pino había extendido sus ramas, lo mismo que el rosal sobrepasara con creces la barandilla, y lo que antes era un corredor amplio se había convertido en una gatera, por la que se debía cruzar con precaución.

Una tarde Adela al salir apresurada de casa, tuvo la mala fortuna de enganchar el vestido en una espina… los gritos y maldiciones despertaron a Leandro de la siesta, él al percatarse del tema, no se atrevió a asomar el focico y disimuladamente detrás de la contra a medio cerrar, siguió el desarrollo de los acontecimientos. Cuando ella se enteró que se había producido un desgarrón en el vestido, la emprendió a bastonazos con el pobre rosal, bajándose varias cañas. Leandro esperó pacientemente que ella se perdiera por el portón, restañó lo mejor que pudo las heridas del rosal, invadiendo a continuación la propiedad vecina, eligiendo una maceta con geranios a la que aplicó un leve empujón que la defenestró desde la altura, haciéndose trizas el tiesto contra el suelo.

Al día siguiente Leandro notó que un nuevo vendaval se había abatido contra su maltrecho rosal, esa misma noche no le quedó más remedio, que después de esperar que su fiera vecina se hubiese dormido, que echarle abajo una nueva maceta. Las represalias no se hicieron esperar mucho: Dos días después Leandro comprobó como su pino había sido desmochado –le habían cortado la guía- condenándolo a quedar mutilado para siempre. Presa del lógico furor, esa noche voló un par de macetas de su vecina, a mitad del patio. Al día siguiente su ex debió madrugar, ya que las bolas rojas del acebo estaban esparcidas por la galería, como si una cruel granizada se hubiese ensañado en la noche, con su indefenso arbusto. Llegados a este punto Leandro vaciló… si merecería la pena proseguir esa silenciosa y noctámbula guerra. No obstante esperó a media noche para dar un último golpe y destruir la joya de la corona de su ex –la peonía- dispuesto a ello, salió silencioso a la galería, caminando sigiloso como un felino, cuando de improviso se abrió la puerta de su vecina, apareciendo esta en bata:

-¡Te pillé sinvergüenza! ¡Crápula! Te aprovechas de esta desamparada mujeruca, para destruirle todas sus plantas.

-Me estaba paseando ¡Vieja fedionda! ¿Acaso voy a tener que pedirte permiso a ti, para salir a tomar el fresco por la galería?

-¡Mentiroso! Hoy te pillé con las manos en la masa, estabas a punto de empujar mi tiesto con la peonía, te tenía vigilado desde la ventana ¡Pedazo de cabrón!

-¿Qué dices…? ¡loca histérica!

-Además esto no va quedar así, te voy a demandar ante la justicia por daños a la propiedad.

-¡No te atreverás vieja pendeja! Cualquier día de estos te retuerzo el gañote –le espetó Leandro, mientras se recogía, haciendo oídos sordos a los postreros insultos, y sin haber logrado su objetivo de destruir la última y preciada joya de su enemiga.

Leandro tardó en dormirse, en parte por estar con el oído atento por si a su ex se le ocurría terminar de arrasar sus arbustos. Por la mañana comprobó que nada nuevo había acontecido, y sintió que estaba sin coraje para prolongar más la reyerta. El intercambio de insultos parecía haber aplacado los ánimos de contienda de ambos. Inaugurándose una tregua; ya sería valioso, aunque solo fuese un armisticio, sin haber sellado una paz duradera, esperaba que por lo menos fuese prolongado.

Siguieron unos días de calma chicha, empero su vecina desarrolló una febril actividad, arreglando los tiestos y alguno más que mercó, para sustituir las bajas tenida en la contienda, regando en abundancia las flores y macetas, hasta que un día a la tarde apareció un taxi y vio como se introducía en el su ex, todo lo compuesta que cabía esperar –la verdad tenía mal arreglo- y por lo que escuchó dedujo que se dirigía a pasar unos días al balneario de las Caldas –cerca de Oviedo- lugar donde los viejos se juntan en pandillas, para tratar de desafiar la guadaña, o cuando menos espantarla por una temporada.

Aquello era lo más parecido al paraíso, escuchar las óperas hasta altas horas de la noche, desde el corredor con las piernas apoyadas en la barandilla, con un tiempo primaveral, en pijama, fumando y bebiendo, y hasta una tarde tuvo el atrevimiento de tumbarse en la mecedora de su ex, quedando transpuesto, hasta que el frío del relente, vino a despertarle.

Mas la tranquilidad nunca es eterna, un día apareció de nuevo Adela, bufando como de costumbre al subir la escalera, eso sí un poco más morena de cara, fueron seguidas sus evoluciones disimuladamente desde la ventana por Leandro, tratando de adivinar si los días de cura termal, la habrían persuadido de las ventajas de proseguir con la convivencia pacífica. Dedicó los primeros minutos a reanimar con abundante agua, sus mustias plantas, continuando en días sucesivos con sus viejas rutinas, quizá con la expresión en la cara, menos avinagrada a como solía.

Esa semana sin tener la preocupación de vigilar a su vecina, había servido para que Leandro se parase a pensar en la conveniencia, de contratar unas manos femeninas que le ayudasen en las tareas del hogar. Con la comida –mal que bien- se iba apañando, y visto que la limpieza del hogar y el lavado y planchado de la ropa –aparte que no se le daban demasiado bien- cada vez le daban más pereza… con lo que la suciedad y el desorden amenazaban, con convertir la casa en una suerte de pocilga y a él mismo en un desastrado pordiosero. Así que decidió contratar una muchacha, que un par de veces a la semana, le echase unas manos, en esas delicadas tareas. Total con la jubilación y las cuatro perras de que disponía en Cajastur, se lo podía permitir, además para los pocos años que seguramente le restarían por vivir, tampoco era cuestión de privarse.

Doña Adela -en principio- no se percató de la novedad sobrevenida en su ausencia, pero… después de observar varias veces la llegada de una mujer sola, verla penetrar en casa de su vecino, y permanecer dentro largo rato, comenzó a sospechar que algo no demasiado santo se estaba cociendo en su vecindad, no tardando en poner el grito en el cielo: ¡Hay que ver lo callado que se lo tenía el muy crápula! ¡Mira tú por donde, ahora se echó barragana! ¡A la vejez viruelas! ¡Atreverse a meter mujerzuelas en la casa! ¡No puedo permanecer callada! ¡Esas cochinadas al burdel! ¡No se puede consentir que convierta una casa decente y con buen nombre, en un lupanar! ¡Como que hay Dios que lo tengo que denunciar al Ayuntamiento! Leandro que había acudido a la puerta ante el guirigay de quejas de su vecina, no le quedó más remedio que enfrentarse a ella directamente.

-¡Es mi empleada del hogar, vieja fedionda y mal pensada!

Ambos comenzaron a insultarse a voz en grito, haciendo oídos sordos a los argumentos del contrario, terminando por darse la espalda y refugiarse en sus casas. Leandro entró refunfuñando, gesticulando, evidentemente afligido y nervioso, tan pronto se sentaba, como se levantaba para apoyarse en la ventana, mirando hacia fuera, hablando solo:

-Esta vieja asquerosa, no me deja vivir en paz, va conseguir ponerme de los nervios.

En días posteriores Adela extremó la vigilancia, saliendo al paso de la pobre muchacha, que sin comerlo ni beberlo, se vio envuelta en la refriega y también insultada gravemente. Aquella añeja enemistad entre los dos viejos ex esposos, tomaba tintes de delirio. Ella seguramente terminó por comprender que la visitante era solo una inocente empleada, pero embarcada en una nueva cruzada, que le daba todas las de ganar, continuó sin dar un paso atrás. Mientras tanto Leandro, visto que las apariencias lo condenaban sin remisión, se mantuvo a la defensiva. Hasta que el diablo vino en su ayuda, brindándole la ocasión de tomar la iniciativa de nuevo.

El caso es que doña Adela, un día -por más esfuerzos que hizo- tuvo que admitir que se le había atascado el desagüe… el del fregadero -no el de ella- del que si se le preguntase al ex Peque diría: que seguro tenía ¡hasta telas de araña! Ante la posibilidad más que cierta de inundación, decidió llamar a la ferretería para que le enviasen un operario. Así fue como por la tarde apareció un sudamericano cargando un maletín con herramientas. Leandro, nada más verlo, ya supo de sobra a que había venido el fontanero, pero no quiso desaprovechar la ocasión de vengarse, así que en cuanto se ausentó el trabajador, salió a la galería e imitando a su tenor favorito, improvisó el canto:

-¡La vieja chocha tiene un amante! ¡Mucho rezar y darse golpes de pecho, en San Nicolás de Bari! ¡Para después terminar metiendo en la cama, un sudamericano! ¡Que lo sepa todo el mundo, la vieja hipócrita anda liada con un sudaca!

Al instante ya había acudido su ex, acalorada, roja como cresta de gallo, amenazándole -desde sus dominios- con el bastón levantado, aquello fue arder Troya, mientras se cruzaban insultos, babeando, gruñendo: ¡Cornudo! Replicado con: ¡Vieja puta! Respondido con: ¡Eso si que no te lo consiento! Desafiado por: ¿Qué me vas hacer? ¡Si ya no hay quien te eche un polvo, ni pagando! Toma y daca, que terminó como casi siempre, dándose la espalda y rematando con sendos portazos, que hicieron temblar el vetusto edificio.

Llegada a esta altura del relato, el narrador ve conveniente hacer una pequeña migración, cambia de posada, se muda aquí al lado, a la vecina casa de doña Adela, desde donde seguirá las evoluciones de la disputa, para que no me tachen de machista y de atender a un solo lado del contencioso.

Hay que admitir que esta vivienda tiene una pinta muy distinta: limpia y reluciente, ordenada y con cada cosa en su sitio, ¿Dónde vas a parar? nada que ver con el antro de su vecino.

El caso es que a los pocos días estando Adela a punto de recogerse en su habitación, cuando una algarabía vino a perturbar el silencio con que el prieto manto de la noche, pretendía convencer a los habitantes de la mansión la conveniencia de adoptar la posición horizontal. Voces destempladas llegaban del pasillo de entrada:

-¡Adela! ¡Sal al pasillo, que tengo ganas de juerga! ¡Vengo caliente como una fragua! ¡Hoy va arder la quintana!

-Abre vieja bellaca, que vengo dispuesto hacerte un fío… Lo que no pude hacerte de joven, voy hacerlo de viejo -después se paró en seco- y soltaba unas estruendosas carcajadas. Tanteaba el mantener la vertical, al poco se decía: -¡Rediós, que borracho toi!

A Adela, detrás de los visillos con la luz apagada, se la notaba nerviosa por el escándalo, hasta sintió miedo al verlo de aquella facha, la camisa casi desabotonada, brillandole a la luz del farol de entrada la blanca panza, con la falda fuera, pasó por delante de la ventana tambaleándose, intentando mantenerse tieso, terminando por asirse a la barandilla para no caerse, reculó, no encontraba la puerta, hablaba solo. Por esta vez permaneció callada aunque se dijo: “Viene bueno el viejo asqueroso, no faltaba más que ahora también le de por la bebida y termine en alcohólico ¡Menuda me espera!”

Por momentos cambiaba la voz y se ponía meloso:

-¡Déjame pasar amor mío! ¡Cariñín recuerda lo bien que lo pasábamos cuando éramos jóvenes! No creas que por que ya la tenga medio difunta, si te aplicas en una buena mamada, todavía se me levanta y hasta cumplo.

El encontrar el agujero a la cerradura de la puerta, fue un trabajo delicado de precisión, aunque al final resultó un verdadero triunfo, el lograr encajar la llave en la raja. Traspasada la puerta, nada se oyó, la noche quedó en silencio.

Durante el día Adela, estuvo pendiente del ruido que podría llegarle de la estancia vecina, ni una señal de vida daba; llegada la tarde se decía:

-¡Da gusto, que tranquilidad! El muy canalla duerme la mona a pierna suelta.

Al día siguiente por la mañana, mientras se entretenía en regar las plantas de la entrada, un poco extrañada de que su ex no hubiese dado ninguna señal de vida en las dos últimas jornadas, se asomó a su ventana con precaución, no fuese a salirle con alguna de las suyas. Creyó distinguir un bulto tirado en el suelo y se dijo:

-El crápula tuvo su merecido ¡seguro que palmó!

No obstante entró en casa desasosegada y se apuró en llamar a la policía, al poco llegaron los municipales, junto con los bomberos, forzaron la puerta y se encontraron con Leandro tendido en el suelo, muerto no estaba pero le faltaba poco, fue transportado por una ambulancia al hospital de San Agustín, donde quedó internado en cuidados intensivos.

Los primeros días Adela los pasó encantada, escuchaba la radio y hasta de vez en cuando se permitía poner en el tocadiscos a Paquita la del Barrio, mientras arreglaba las plantas, sin tener que privarse de disminuir el sonido, disfrutó de una paz y sosiego, ya casi olvidados pero… con el paso del tiempo notaba que se iba amodorrando, comenzó a aburrirse, a darle vueltas en la cabeza a su vida anterior, a pensar y recordar: “He sido la mujer y la criada de ese calostro, y aunque ahora le odie… él ha sido todo lo que más he querido, todavía tengo los ojos resecos de tantos y abundantes lloros. ¡Me las hizo pasar canutas! Pero en el fondo tenía algún resto oculto del antiguo cariño, por aquel maldito bribón que le había dado tantos disgustos.

Habían pasado unos tres meses, durante este tiempo Adela, hasta se decidió un día a ocuparse de regar el rosal, el pino y el acebo de su enemigo, al verlos mustios y sin que nadie aparecía por allí; contando con que los arbustos no tenían la culpa de que su vecino fuese un descuidado y los condenara a secarse. Cuando una ambulancia apareció un día de improviso, de ella fue bajado en silla de ruedas su ex Leandro, Adela espió intrigada el trajín, observó como se manejaba con dos muletas, pero la mayoría del tiempo se movía sentado en la silla de ruedas. Al día siguiente de su vuelta, mientras barría la galería de la entrada, lo vio recelosa, mirando con el rabillo del ojo, como se le acercaba impulsando la silla con sus manos, hasta estar a dos pasos, diciendo con una amabilidad desconocida:

-¡Ángel de mi guarda te debo la vida! ¿Cómo podré pagártelo?

-No necesitas pagar nada, hasta el más mísero can, merece que le echen una mano, cuando se encuentra en peligro de muerte.

-Tenemos que hablar, ya ves que quedé bastante jorobado y quisiera hacer las paces, sé que soy culpable y me porté muy mal contigo, pero estos meses que pasé ingresado, me sirvieron para recapacitar y tengo el firme propósito de tratar de reparar en lo posible el daño. Dirás que es puro egoísmo, pero acerté a ver la muerte tan de cerca, que pienso ese golpe me ha cambiado.

-¿Ahora me necesitas? ¡eh castrón! Pues te jodes y aguantas. –le contestó ella mostrando bien a las claras su añejo encono y resentimiento.

-Te pido que lo pienses con calma, sin duda te hice mucho daño, pero… quisiera que no despreciases un corazón que ahora –por la causa que fuere- late con más fuerza cuando tu te acercas.

En principio se dijo que ni “farta de sidra” pero después lo pensó mejor…

-¿Por qué no? En mi mano está el hacerle pagar las que me hizo, todas juntas.

Así que días después, cuando él insistió en preguntarle por la decisión que tomara, haciéndose rogar: dio su consentimiento, no sin antes dejarle en claro dos puntos: “Dormirían en habitaciones distintas” –no estaba dispuesta a que los ronquidos de su ex la desvelaran- “Nada de acercamientos íntimos”

Era la hora en que la ciudad con sus luces artificiales, comenzaba a domeñar y pasar por encima del brazo de mar de la ría; el sol, que acababa de ponerse, había dejado el cielo rosa a su paso, salpicando de polvo de oro el horizonte entre San Juan y Salinas; la Ría sin una arruga, todavía mantenía cierto resplandor, bajo la tenue luz del día agonizante, parecía una plancha de metal galvanizado, olvidada por ENSIDESA a un costado de la urbe. Desde la galería los dos viejos, contemplaban lejos, a su izquierda hacia el oriente, la montaña con el pico Garfulín, como lomo de ballena dibujando su perfil negro, en contraste con el púrpura pálido del occidente.

En él se había producido una aparente y radical transformación: el abandono, la soledad, la impotencia, la necesidad, habían obrado el milagro. Llegaba la noche y ya no sentía la necesidad de chillar de placer como la lechuza, en el lupanar; ni de correr por los desvanes del placer, como hacen los gatos detrás de las gatas; ni siquiera el impetuoso deseo de amar se encendía en sus venas. Solo la melancolía del crepúsculo hacía pesadas las palabras, produciendo un sentimiento de ternura en el alma del desvalido Leandro.

-Adela, dame un beso –le soltó de improviso.

-¿Qué quieres? –le preguntó ella, como si no hubiese oído bien, contestando a continuación:

-Eso ¡Pídeselo! a una de esas pendejas, a las que eras tan dado.

-Nada que hacer con este pobre viejo, no hay nadie le tenga un poco de compasión –dijo él quejoso.

-¡Anda ya! ¿Tenerte yo compasión? Da gracias que te hago compañía, y te preparo la comida, aparte de eso, no pasas de ser mi perrito faldero, que llevo donde quiero ¡y sin rechistar! Ahora estás en mis manos.

Era digno de admiración el repentino cambio obrado en aquel hombre, pasar de la noche a la mañana, de ser en su juventud, a jornada completa, un “viva la virgen” ahora en la vejez a: ver a una sola persona, tener un solo pensamiento, un solo deseo y un solo nombre –a todas horas- en los labios… “Adela” que ascendía de continuo, como el agua de un manantial, desde lo más hondo del alma hasta los labios, nombre susurrado y repetido, como una plegaria, seguramente más por obligación y necesidad que por otra cosa.

Igual que les pasa a los alcohólicos con su enfermedad, aquello que se ama con violencia, sin duda, acaba por matarlo a uno. Leandro desde su silla al sereno, miraba sobre su cabeza, el río negro perlado de estrellas, recortado en parte por el tejado del caserón, ondeando como un caudaloso torrente de astros. Brillaban tantas luces allá arriba y daban tanta luz, como abajo las farolas de la ciudad, dejando la sensación de iluminarse las tinieblas, así pensaba que no es de extrañar que muchas personas, prefieran la alegría de las noches claras, que los más esplendorosos días de sol.

Recordaba como cuando era joven, amaba la noche con loca pasión y la había vivido ¡de que manera! sin que un solo sentido, quedara al margen: con los oídos escuchó durante muchos años, su silencio animado; con los ojos veía su tenue sombra, que hacía que todas las gatas fueran pardas; con el olfato respiró cientos de noches “de sidra y farra” y hasta las tinieblas cariñosas, acariciaron bastantes veces, su carne. Ahora igual que el búho huye en la noche, a él también le gustaría huir, pero no puede, está atrapado en un cepo, lo más seguro es que ya esté muerto sin saberlo.

En su abandono le había crecido una obsesión y un deseo, conseguir a toda costa un beso de ella, creía en su loco delirio, que un beso de su ex mujer le transportaría a los cielos… –era a lo más que llegaba- igual que labio llama a labio; después esperaba que su sueño continuara con la más sabrosa de las caricias, que embriaga como el vino y que fuese como la fruta en sazón que te perfuma la boca; ya ni siquiera amaba la carne… -y más le valía por que ella nunca había sido: bella, blanca ni tersa- Como se suele decir: “…después de viejo gaitero” aquella boca que con los años había ganado blandura, que cuando abandonaba el rictus amargo y se limitaba a sonreír, le tenía hechizado, y se había convertido en su fetiche. Sin duda había terminado por mudarse -en su desamparo- a militar más en el tierno placer de la compañía, el pasar a ser más de mano amiga en el hombro, de complicidad, de saberse entendido con una simple mirada, y donde la caricia es la reina que: embriaga, chifla, ablanda, agota y consuela, siendo al mismo tiempo, el más tenue de los perfumes y tan leve como la brisa; y que nunca podría llegar a hacerte daño, y ¿quién sabe? hasta quizás pudiera conseguir merced al mimo regalado: gritar, llorar o gemir de placer y dicha.

A él se lo iban a decir, que por suerte había disfrutado de todos los placeres de la vida, y que pensaba que a fin de cuentas la verdadera felicidad -y poco importan los años- suele llegar cuando sabes esperar y aguantarte las ganas. No lo es todo –ni mucho menos- la posesión ciega, es más se atrevía a asegurar –en su experiencia- que las personas más felices y satisfechas son aquellas que no se privaron de ninguna caricia y disfrutaron de ellas con total entrega, y no digamos lo que de hecho significa para las mujeres, que por su especial naturaleza, por su mayor sensibilidad, que vive y habita en ellas a flor de piel. Una mujer acariciada hasta la saciedad, nada más necesita; la caricia es el bálsamo que todo lo cura, el eterno consuelo. El embrujo resultante se manifiesta bien a las claras en su rostro, aflora en su cara, en su piel delicada y luminosa que atrae y hechiza al mismo tiempo, en su tranquila sonrisa de satisfacción plena y gozadora; y eso son señales que a buen observador no se pueden ocultar jamás.

La disculpa fue bien simple: ¿Mira lo que se me metió en un ojo? Cuando ella se agachaba sin malicia, aprovechó para cogerle con las dos manos la cabeza por atrás y atraerla hacia él a pique de tirarla sobre la misma silla y encima del, eso sí le estampó un beso largo que duró hasta que ella al fin pudo zafarse. Aquello era un auténtico beso robado y sabido es que un beso consentido, no vale ni por asomo lo que uno robado.

-¡Desgraciado! eso no fue lo que acordamos –dijo ella sofocada.

-Vieja pedorra nunca lo hubieras soñado, ¿qué más quieres? yo que te dejé tirada como una colilla, ahora estoy en tus manos, y hasta un beso te tengo que suplicar –le contestó Leandro enfadado.

No se sabe, si despechado, por no haber dado de sí el beso, todo lo esperado… lo que sin duda aconteció es que la tregua había tocado a su fin, pero nunca más volvieron a ser ratas solitarias, ¿insultarse? a diario, ¿separarse? tampoco… ¡Se necesitaban!

A modo de resumen final:

Adela –como la mayoría de las jovencitas de entonces- fue educada a creer demasiado en la dicha, sin tener en cuenta que la realidad te obliga a combatir y padecer. Al primer encontronazo su corazón quedó muy dañado…coqueteando herido, con la vana esperanza de ver pasar algún día por delante de su cancela, un torrente de felicidad y sumergirse de lleno en el mismo, ya que se preguntaba a menudo: ¿cuántas veces pasaremos al lado de un posible gozo sin percatarnos? Adela, fiel a su estirpe, trató de amar solo una vez, con toda la fuerza que le daba su apasionado corazón. Amó con tanta violencia, sin ternura, que aquel fuego se extinguió de una forma natural en breve tiempo, como fogata que en una gran llamarada, consume toda su provisión de leña seca.

¿Quién será el atrevido que se aventure a juzgar el misterio de los pensamientos, los secretos desánimos de la voluntad, la imperiosa llamada muda de la carne, del complicado arcano del alma de una mujer, cuya boca permanece en silencio y sus ojos te miran, impenetrables y claros? Con el tiempo ella aprendió a desentrañar el significado del deleite y de los sueños, y descartó por completo la venida de una gran felicidad ¡ya que esta no existe! El secreto estaba en la espera infinita, de una serie de alegrías que jamás llegan a alcanzarnos del todo, la dicha es la espera en sí, marcada y cercada por la ilusión, el horizonte y los sueños… todos ellos, difícilmente alcanzables. Leandro en cambio, nada le pidió a la vida, si bien fue valiente en tomar partido, y después simplemente se dedicó a vivirla según le vino. Tenía una máxima: “Si la tentación te atrae ¡disfruta de ella!”

Y así vivieron unos cuantos años más, hasta que –como pasa siempre- uno terminó por morirse, quedando el otro, al canto de la sepultura, más solo que un corderillo sin madre, perdido entre la niebla de la peña Sobia, mientras el superviviente, mascullaba entre dientes, todos los días, la vieja letanía de insultos, contra el que se había ido antes -más por costumbre que por verdadero encono- y por supuesto no teniendo la grandeza de corazón de perdonar a quien se adelantó, dejando al otro tan solo -y seguramente sin pretenderlo- empeñado en algo que con gran sarcasmo llamamos: “disfrute de la vejez” cuando ya no resta ni un mísero objetivo, y solo se trata de un mero “vegetar por vegetar”

FIN.

SIGUEN UNAS CUANTAS ASEMEYAS DE LA CIUDAD CON EL CASCO HISTÓRICO MAS HERMOSO DE TODA ASTURIAS -AVILÉS-

Disputas desde el canto de la sepultura.  Por Max.

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