Revista Literatura

El beso

Publicado el 11 enero 2024 por Salvador Gonzalez Lopez

Habían pasado muchos años desde que Leo murió. El se había jubilado y vivía tranquilamente en un pueblo de la costa de Tarragona. Cerca de la calle peatonal, de las tiendas y de la playa. Cada día salía a pasear un rato por el paseo marítimo, contemplando como cada día cambiaba el color del agua y el del cielo, que hacían juego el uno con el otro y se copiaban los brillos, los tonos y los matices. Estaba moreno de cuello para arriba como los albañiles y como los jubilados alemanes y franceses que pasaban horas al sol con una jarra de cerveza en la mano, olvidados de los cielos grises de Frankfurt o de Paris. Paseaba tranquilamente, ni despacio ni deprisa, hiciese frio, calor, viento o lloviese. Nunca le había molestado la lluvia o el viento, algo el frio y bastante el calor porque era muy dado a sudar. Los día calurosos recordaba como perdía litros de agua que acaban en su camiseta y que no se reponían bebiendo botellas de Font Vella mientras que jugaba, a las cuatro de la tarde en verano, en el campeonato social de tenis de Pegaso y como recuperaba algo, después de la ducha, bebiéndose una gran jarra de cerveza Damm con Fanta de limón. Mientras que paseaba pensaba a menudo en la muerte, a sus setenta y un años era un tema recurrente en sus pensamientos. Pensaba que ya quedaba poco, en la estadística que hablaba de ochenta años de esperanza de vida y en lo rápido que habían pasado los años, catorce ya, desde que murió Leo. A ese ritmo quedaba ya muy poco para llegar a los ochenta. Los miércoles acostumbraba a ir al cine, antes iba en su moto y ahora solía ir con su amigo Antonio en el coche de éste, pero cada día era mas complicado escoger una película que compensase la media hora de desplazamiento hasta el centro comercial de Les Gavarres y el importe de los seis euros que costaba la entrada el miércoles. Estaba de acuerdo con Carlos Boyero en que cada vez costaba mas encontrar una película atractiva y cuando la creía haber encontrado su visión desvanecía la ilusión creada. Seguramente le debía estar pasando como a Boyero y se había transformado en un viejo que añoraba el pasado y solo le gustaba el cine como se hacía antes. A veces, paseando por la playa o no, pensaba en aquella frase que le dijo Leo cuando le quedaba poco de vida “si existe un mas allá te lo haré saber con un largo y cálido beso”. El beso no había llegado aún quizás porque no existiese el más allá, porque Leo se hubiese olvidado o entretenido con otras cosas, o porque no fuese fácil enviar besos desde ese lugar. Cada mañana al despertar intentaba recordar cada uno de los sueños para ver si el beso había llegado por ese camino, pero la realidad es que cada día soñaba menos con Leo e incluso le costaba recordar su cara lo que solucionaba mirando las fotos que tenía guardadas en Amazon Photos. Por lo demás llevaba la vida normal de un jubilado en un pueblo de quince mil habitantes: aparte del paseo y del cine, algún desayuno con algún amigo, alguna cerveza por la tarde en la plaza de los bares, Disney, HBO, Filmin y Prime, la mayoría prestados por los hijos y, hablando de estos, comida una vez al mes, mas o menos, porque todos vivían lejos de este pueblo.

Aquel día se fue a dormir pronto, no había nada en la tele que le entretuviese y estaba un poco cansado. Estuvo escuchando un podcast hasta que se durmió. A medianoche se despertó saboreando aquel beso añorado, cálido y húmedo. Habían pasado catorce, pero Leo había cumplido su palabra. Se durmió feliz y para no despertar nunca mas al menos en este mundo. Lo encontró María al mediodía del jueves y según contó a todos la que le querían escuchar tenía una sonrisa de felicidad como ella había visto pocas veces, incluso a los vivos. El beso


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