Revista Literatura

La verbena

Publicado el 21 agosto 2012 por Mariaripollcera @Idelfonsa

Viene de Página 2.

La verbena

El puentecito sobre la vía del tren está vedado al tráfico desde hace una hora y la carretera que viene de Vilopriu se ve invadida de coches estacionados. Cada familia trae su mesa y sus sillas plegables y una carga de comida y bebida en neveras transportables. El pueblo huele a tortilla de patatas y butifarra. La plaza junto a la iglesia ya humea con sus cinco antorchas de hierro, madera y brea, nada comparado con la gran humareda que le espera cuando se encienda la hoguera central, en la que arderán sillas, ramas carcomidas, un tocador, alguna caja de fruta y vino y vigas sueltas de madera que el pueblo no necesita quemar, como antaño, sino que se esfuerza en encontrar para mantener tan mágica tradición. Las incrédulas mentes del siglo XXI justifican por estética celebraciones que necesitan como animales, y la verbena de San Juan es una de las más vitales porque prepara los jugos del cuerpo para el verano.

El alcalde Josep y una breve comitiva reciben a los visitantes de la comarca que vienen a pasar la noche. Los sitúan en círculo, a prudencial distancia del haz de desechos astillados que pronto serán hoguera. Pero cunde cierto desorden y el círculo de mesas no está en buen estado. Al parecer algunas familias han llegado ya con la noche medio celebrada, o han captado a la perfección el espíritu caótico y sedicioso de la noche más corta del año. Parece más bien una de esas ruedas dentadas que tanto partido les sacaba Chaplin, de forma tal que hay quien queda encajonado entre tres mesas, a mano de todo tipo de platos, y quien queda descolgado de la conversación, para alivio propio o ajeno. Mis antorchas crean esa atmósfera de brujería y libertinaje que tanto hace falta en nuestras vidas.

Vamos estando todos. Roger el arquitecto, que inicia por estas fechas sus vacaciones, ha montado su mesa junto a la del alcalde: una oportunidad para continuar con su campaña de presión por obtener la renovación de la antigua casa Ros, la villa señorial de la zona cuyo último propietario murió sin herederos y que quiere convertir en villa cultural, aunque no se sabe muy bien de qué. Cuántos veranos no he tratado yo de conversar con él, de interesarle en mi trabajo, en las raras ocasiones en que sale de su moderna casa de muros de bambú y desván de cristal, que debe de calentar el aire intenso creando un microclima somnoliento y aturdidor. Me gustaría llenar sus muros de férreos ojos cerrados, desde siempre.

Mercè y Albert, pareja de abogados padres de tres niños pulidos y educados, crean junto a la mesa de Roger un rincón a la francesa por sus manteles discretamente bordados, su vajilla de porcelana y sus grandes velas de íntimos efectos. Junto a ellos, Inés y Frederic instalan otra mesa también esplendorosa pero deslucida, puesto que sus cuatro hijos son como uno espera de los niños: lanzados y vitales. Son las tres familias del callejón norte, que irritan en verano con sus sillas y mesas y juguetes callejeros al grupo de bohemios urbanos rurales instalados a vivir en el pueblo desde hace años.

Éstos tienen su propio sector en el círculo festivo de mesas, bien servido de enormes fuentes de aromática comida que ponen en común. Es siempre un placer acercarse a comer con ellos y descubrir nuevos sabores, mezclas de alimentos y bebidas hechas de plantas. Son los guardianes de una antigua forma de vida natural para la que tienen tiempo y afecto.

Los payeses de la zona, el grueso de los asistentes, prefieren competir por su tortilla de patatas, su pollo horneado y sus postres caseros, todo elaborado con productos de sus granjas. Sin sus bromas y sus carcajadas, la verbena de San Juan sería una insípida fiesta de ciudad.

Y mis amigos, hijos de payeses, neorrurales, artistas, vividores, inmigrantes, diseminados por las mesas, revoloteando, colaborando, gorroneando… es San Juan y el verano invade los corazones.

Y es ya plena noche. El sol, al fin, se ha ido, a calentar otras vidas que lo recibirán como una rutina mientras aquí enloquecemos con su partida, criaturas de la noche caldeadas por el sol, baterías recargadas de vida intensa que derrochar, pequeñas llamas de cosmos que tributan su ofrenda a la existencia con una noche de fuego y amigos, sin techo, sin comodidades. Y el alcalde enciende con una tea la hoguera, que prende discreta primero, en una caja de vino, hasta que sube por el mástil resquebrajado de una sombrilla y empieza a repartir astillas en llamas por toda la superficie de la hoguera. Arde, triunfante, absorbiendo las conversaciones que menguan, abstraídas las personas por las llamas crecientes, misteriosas, bellas y peligrosas, que desatan el cava y el bullicio y el desorden. Bendito caos, pienso mientras me uno a la mesa del alcalde, que ya brinda con todos los colaboradores en el festejo: “por un verano sin incendios, sin grandes peleas, con muchos turistas, más actividad y un final de lluvias”, brinda. Pero yo miro a Manel, a Xavi, a Laia, a Joan, a Anna, que sé que están pensando en la marihuana y cómo tendrán que vigilarla las últimas semanas para que no se la roben, o en los productos que esperan vender en el mercado ecológico, el verano es su gran oportunidad, o en la visita a su tierra de origen, o en sus huertos carnosos, ocupación de las tardes. Y especialmente miro a Cesc, que no sé en qué está pensando, con qué sueña, pero que deseo averiguarlo, y que parece estar en diálogos secretos con el círculo más acérrimo de intelectuales, los que emplean cierto tonillo al hablar que nos hace reír por la evidente barrera que desean marcar y que no aceptamos por pretenciosa, ridícula. No quiero perder mi tiempo con ellos, discurseando en medio de una verbena, pero la curiosidad puede más que el rechazo y me acerco a descubrir qué se traen entre manos. No será hoy cuando lo logre porque a cuatro pasos de ellos sus caras reflejan cierta alarma y el fin de su concentración. Cesc se levanta para recibirme, me pasa el brazo por los hombros y me invita a acompañarlo a apurar botellas de vino, porque no está bien mantenerse sobrio en una noche como esta.

Nos cruzamos con Manel, el que es evidente que no tiene el mismo problema y que jura en voz alta que saltará la hoguera, en esos momentos de un metro de altura. Después de unas cuantas payasas pantomimas encuentra una pequeña llamarada sobre restos de una silla carcomida que le permite salvar el honor en detrimento de su pantalón, ennegrecido. Se da aplausos a sí mismo y se arrima a un par de chicas para explicarles su azaña, mientras Marc las ataca con su viejo truco: con una copa en cada mano y un cigarro en la boca, les pide que le saquen el encendedor de unos bolsillos cuyo forro cortó hace tiempo para recibir esa bendita bienvenida, y sin calzoncillos. Cesc va en busca de Dolors, una de las mujeres de más edad de esta noche, para que le ayude a encender el cigarro y tras dar un par de vueltas a las mesas se la encuentra sentada en el umbral de una de las casas de la plaza, hablando sola e incapaz de levantarse por sí misma. La acerca de la mano a Marc, que ya se ha bebido una de las copas y está hablando a los hielos de la otra, sobre una mesa, y la sienta a su lado para emparejar soliloquios.

El idilio dura hasta que Marc descubre un arsenal de servilletas de papel que a trocitos y bien mojadas son perfectos perdigones para los culos bailones de las payesas que estrenan zapatos en la pista de baile, al ritmo de los grandes clásicos de la orquesta de La Bisbal triturados por los altavoces del pueblo. Montada ya su santabárbara y disparados unos cuantos, recibe un tomatazo bien apuntado por un payés harto de los jóvenes urbanos que no respetan el campo. Y allí queda Marc, rojo tomate sin sentirse avergonzado, embobado ahora con las listas de deseos y las de recuerdos para quemar que Laia y Sara se han sentado a escribir. Las observa debatir entre ellas y añade en el papel de deseos de Laia su nombre, según me confesó unos días más tarde, deseando que bastase con eso para conseguir a esa mujer que no lo toma en serio.


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