Revista Literatura

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Publicado el 01 marzo 2012 por Beatrice
El timbre sonó incansable hasta que se oyó un golpe contra la madera de la puerta. Jill corrió hasta la entrada y pegó el ojo a la mirilla, pero la altura le impedía ver gran parte del rellano así que abrió la puerta.—¡Adèle! —exclamó echándose de rodillas al suelo.Su amiga estaba caída sobre el cartel de bienvenida de la alfombrilla, sollozando con la cabeza enterrada en las manos.—¿Qué ha ocurrido? —preguntó la rubia apartándole las manos con delicadeza. Al hacerlo vio que tenía el maquillaje completamente emborronado por la cara y los botones de la camisa mal abrochados. Se temió lo peor y el aire de sus pulmones se escapó de un solo golpe entre sus labios.—Vamos, entra en casa. —dijo ayudándola a levantarse, despacio. Y tras cerrar la puerta volvió a formular su pregunta —¿Qué ha ocurrido?—Ese tío de la prueba es un cerdo. —contestó en apenas un susurro.La francesa tiritaba bajo el abrigo y Jill le acercó rápidamente la manta de cuadros que siempre tenía sobre el respaldo del sofá.—Dime que no te ha obligado a nada, dímelo, por favor. —sus palabras casi fueron una súplica. —Si quieres conseguir algo es normal hacerles ciertos favores a los que llevan el negocio —suspiró —pero… no pensé que…Adéle se echó a llorar y Jill no supo que más decir. Le abrazó con tanta fuerza que temió hacerle más daño, por si aquello la consolaba aunque fuese un poco.—Al menos conseguí largarme. —sin mirarla supo que había roto a llorar.Los ojos de Jill se inundaron también y no supo bien si por compasión o por que, al abrazarla, parte del peso y el dolor que Adèle llevaba tan dentro pasaron a ella. Se armó de valor y se dijo a si misma que no era momento de llantos sino de ayudarla.—Te prepararé un baño, si quieres. —hipó la rubia, secándose las lágrimas con la manga del jersey. Ella aceptó con un leve asentimiento, ciñéndose la manta aún más.Jill llenó la bañera de agua bien caliente y espolvoreó una buena cantidad de sales de aquellas que tanto le gustaban a Adèle. Se había traído el bote desde Inglaterra y ella solo las usaba en ocasiones especiales, pero desde que vivían juntas el contenido había mermado considerablemente.Regresó al salón a por ella y la tomó de la mano para guiarla hasta el baño. El ambiente se había caldeado lo suficiente y Adèle dejó caer la manta al suelo. Ella, que siempre que podía se contemplaba durante largos minutos en el espejo, rehuyó su reflejo al pasar por delante del lavabo. Jill la ayudó a quitarse el abrigo y a desvestirse porque sus manos no paraban de temblar. Su corazón y su estómago se encogieron aún más cuando vio  las líneas sanguinolentas que cruzaban su pálida espalda desde la nuca hasta los riñones. Se llevó las manos a los labios para sofocar el sonido del impacto que aquello le había causado y se repitió a si misma que no era momento de asustarse sino de ayudarla.Intentó hacer la menor señal de afectación cuando escuchó el gemido que se le escapó al alzar la pierna para entrar en la bañera. Esperó paciente a que Adèle se acomodase lo mejor posible dentro, con las rodillas recogidas con fuerza contra el pecho, y ella se agachó junto a la bañera. Suspiró una vez más y empapó la esponja natural en agua para luego rociarla sobre los hombros de la francesa.

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