Revista Literatura

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Publicado el 18 febrero 2012 por Beatrice
(lee la primera parte aquí)
   Despegó las pestañas lentamente y se frotó la cara con el pico del blanco edredón de plumas. Cuando la luz dejó de molestarle en los ojos, asomó la cabeza al frío que reinaba en la habitación. La calefacción había vuelto a estropearse. Buscó su bata con la mirada y la descubrió sobre la madera del suelo, junto a un calcetín de rayas. Arrugó la nariz en desaprobación, estaba demasiado lejos.   Se arrebujó en el calor que aún perduraba bajo el edredón y sus dedos se toparon con la forma de una columna vertebral demasiado marcada. Temerosa de que se despertase retiró la mano con cuidado y la escondió entre las piernas.   Le costó recordar lo que había pasado la noche anterior pero descubrir que todavía estaba desnuda le ayudó a recobrar la memoria. Habían vuelto desde club allí porque su apartamento era el más cercano, al igual que ya había ocurrido en otras ocasiones. Pero esta vez algo había ocurrido algo diferente. No podía culpar al exceso de alcohol de aquello, pues no había bebido ni más ni menos que las otras noches. Aquello había sido por voluntad propia.   Retiró un poco las sábanas para curiosear el cuerpo que aun dormía a su lado, ocupando la parte derecha del colchón. Piel blanca y huesos marcados ¿por qué ocultar que le gustaba aquella visión? Mientras permaneciese durmiendo se sentía confiada, podía escrutar cada centímetro de su acompañante y morderse el labio el recordar fragmentos de lo ocurrido durante la noche. Deslizó un dedo suavemente por las costillas, marcadas una a una sobre una piel de porcelana e impoluta. Se removió al sentir la caricia y dejó caer un brazo por el costado. El lado izquierdo de su pecho quedó al descubierto y pasó a ser el nuevo objeto de curiosidad de Jill, hasta que le interrumpió el estridente sonido del teléfono.   Por pereza lo dejó sonar más de lo habitual pero algo le dijo que sería una llamada importante. Nadie llamaba un domingo por la mañana temprano si no tenía nada importante que decir. Se levantó y a la carrera recogió la bata del suelo. Al levantar el auricular oyó como alguien respiraba fuerte al otro lado.   –¿Dígame? –preguntó.   –¿Jill?   La voz de su interlocutor le dejó perpleja. Sonaba diferente, menos seguro de si mismo de lo que nunca le había notado. Vaciló antes de contestarle.   –Sí, soy yo. –no ocultó la sorpresa que le había producido la llamada. Llevaba más de dos meses sin saber nada de él. –¿Qué quieres?  –Hablar contigo, Jill. Te echo de menos. –sonaba abatido pero Jill se sorprendió. Aquellas palabras no habían conseguido remover ningún tipo de sentimiento en su interior.   –Ahora no puedo Rob. No... no vuelvas a llamarme. –colgó de un manotazo y se dejó caer en el sillón, con las piernas desnudas recogidas contra el pecho.   Oyó unos pasos suaves acercándose pero no se sintió con fuerzas para girarse a mirar.   –¿Estás bien? –preguntó una voz fina, más cercana a ella de lo que esperaba.   La vio sentarse sobre el brazo del sillón, envuelta en una sábana blanca que arrastraba por el suelo debido a su baja estatura. Adèle la miró paciente, con el pelo oscuro revuelto y el sueño aún visible en sus ojos color mar. Jill le devolvió una mirada húmeda mientras asentía levemente y se dejaba abrazar.
(este microrrelato  podría formar parte de uno de mis proyectos de novela , Morir en París)

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