Revista Literatura

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Publicado el 18 febrero 2012 por Beatrice

   –Mejor cojemos un taxi –propuso Adèle tras tropezarse por tercera vez con los surcos de la acera. Los tacones le temblaban a cada paso y ya se había roto las medias por varios sitios diferentes.    –Sí –Jill rió de forma sonora al verla tropezar una cuarta vez la agarró por la cintura para que no cayera.   Olió los restos de su perfume de rosas y el color rojo de sus labios le provocó una sensación de calor abrumadora, igual que la primera vez que la viera. Adèle tenía la costumbre de provocarle sensaciones que ninguna otra mujer le había provocado jamás. Al principio aquello le había hecho dudar y se sentía terriblemente incómoda en su presencia pero con el paso del tiempo, aquella sensación se había vuelto necesaria en su vida.    Estiraron las manos para indicarle a uno de los taxistas que circulaban por allí a la vez y el gesto desató una nueva oleada de risas sin control que duró varios minutos, incluso una vez sentadas en la parte trasera del vehículo. Adèle reposó con total naturalidad la cabeza sobre el hombro de Jill y dejó escapar el aire de sus pulmones en un gesto de relajación absoluta. Desde su posición más elevada Jill observó la punta de su pequeña nariz sobresaliendo bajo una capa de cabello castaño chocolate y le dio un golpecito infantil con el dedo. Su compañera se removió un poco y levantó la vista adormilada.     –Uhm... –murmuró incorporándose un poco.    Despegó sus labios rojos y los humedeció ligeramente con la lengua antes de acercarse hasta la boca, con restos de brillo rosado, de Jill. Sorprendida por el gesto e incapaz de reaccionar ante aquello, la rubia se quedó paralizada. Nunca había besado a una mujer, ni siquiera a su mejor amiga del instituto para ensayar antes de la primera cita con Rob. Era húmedo y caliente. La lengua de Adèle se introdujo juguetona entre sus dientes y ya no fue capaz de razonar. La sorpresa de los primeros segundos se tornó comodidad y curiosidad, y decidió probar hasta dónde podía llegar con aquellas nuevas sensaciones.    El taxista permaneció en silencio, intentando ignorar lo que ocurría en el asiento trasero de su vehículo. Cuando llegó a la puerta del edificio que le habían indicado como destino tosió para hacerse notar. Las chicas se despegaron lentamente y la morena soltó una carcajada.    –Señoritas, son veinte. –les dijo. La incomodidad podía cortarse a cuchillo.    La rubia sacó, con mano temblorosa, un billete arrugado de la cartera y se lo entregó. Le ardían las mejillas.    Se apearon del taxi, con risa nerviosa y caminaron hasta el portal como otras muchas noches habían hecho. Sólo que esta vez estaba siendo diferente. Jill se vio acorralada entre el buzón de publicidad y el cuerpo de Adèle, más menudo que el suyo. Sintió como unas manos pequeñas pero ágiles se agarraban a su cadera. Y allí perdió ese control de si misma que siempre le había caracterizado.
(para leer como acaba la noche pincha aquí)

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