Revista Literatura

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Publicado el 18 febrero 2012 por Beatrice
La vio salir de un portal a dos edificios de distancia hacia la derecha, con una maleta negra, impoluta, y una gran bolsa de basura. Supo que era ella al instante y, aunque apenas si la había visto unos minutos y no habían cruzado palabra, supo que se sentía mal.Adèle se entretuvo en la puerta, haciendo como que hacía algo, pero examinando detenidamente los pasos de la rubia. La vio caminar la mitad del trayecto entre su portal y la cafetería para tirar la bolsa y la maleta al contenedor. Llevaba vaqueros corrientes, botas marrones y un jersey beige de lana. El pelo dorado se lo había recogido en una trenza gruesa que se había echado hacia delante sobre el hombro izquierdo. Quizá fuese la persona más corriente y mundana de todo París a vista de cualquiera. Quizá no tuviese nada llamativo, pero no necesitó mirarla por tercera vez para saber que había algo en ella. Algo que la diferenciaba del resto de mortales.Se percató de los dos cercos oscuros que rodeaban sus ojos pardos y torció el gesto. La última vez que la vio tenía buen aspecto y reflejaba ilusión ¿qué podía haberle hecho cambiar tanto?La observó continuar andando hacia la cafetería y entró corriendo para situarse tras la barra antes que Monique.–¡Buenos días! –saludó Adèle con voz alegre, esbozando su mejor sonrisa.–Hola… un café, vienés, por favor –respondió Jill sin ni siquiera mirarla, sus pupilas se perdían nubladas entre las botellas de la pared trasera.–Enseguida, coge una mesa, ahora te lo llevo –había perdido el tono jovial. Ahora solo sentía curiosidad y pena por aquella rubiaPreparó el café con dedos ágiles y colocó una pasta de más sobre el platillo.
Jill apenas podía levantar la mirada del servilletero mientras se preguntaba que hacía allí. El sonido rítimico de unos tapones interrumpió su pena e hizo que prestase atención a la realidad. La camarera le sonreía con su café sobre una bandeja redonda. Rápidamente lo dejó sobre la mesa y apartó la otra silla para sentarse frente a ella y mirarla con descaro.–No tienes cara de tener un buen día –le dijo. Su voz sonaba preocupada y no desconsiderada, tal y como había esperado Jill.–¿Tanto se me nota? –preguntó en voz queda, conociendo la respuesta de antemano.Pero esa respuesta no llegó. Su interlocutora continuaba mirándola como si fuese el especimen más extraño del museo. Se fijó por primera vez en ella, pero lo que intentó que fuese un simple vistazo de convirtió en hipnotismo. Tenía los ojos del mismo color azul verdoso del mar en calma y al mirarlos fijamente sintió un escalofío que se le coló bien dentro y su piel se erizó. Después se fijó en su boca, tenía los labios rojos como el fuego más abrasador y los mantenía entreabiertos, húmedo. Asustada por sus repentinos pensamientos apartó la mirada rápidamente, dirigiéndola a la taza de café que humeaba frente a ellas. Se fijó en que había dos pastas sobre el plato en vez de una.

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