Revista Literatura

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Publicado el 18 febrero 2012 por Beatrice
   –¿Sabes? Siempre tuve claro que podría morir en París –comentó la rubia para romper el silencio.
   El disco había reproducido ya su última canción y nadie había vuelto a darle al play. Adèle levantó la mirada, soltando una lenta bocanada de humo. Enroscó la tapa del pintauñas rojo coral hasta asegurarse de que estaba bien cerrado y no se derramaría ni una gota, pero cuando terminó tampoco supo que decir a aquello.
   –Ahora es cuando tú dices algo. –le recordó sentándose en el sofá, con las piernas desnudas recogidas bajo el trasero.
   La factura del gas estaba desperdigada sobre el banco de la cocina junto a la del agua y la compañía eléctrica. Alguien tendría que ir a pagarlas.
   –¿Por qué dices eso? –los ojos aguamarina de la francesa la observaron con curiosidad, no comprendía por qué elegía aquel tema para iniciar una charla.
   –Porque siempre he tenido esa sensación. –Jill se mordió la uña del pulgar, pensativa –Desde la primera vez que pisé su asfalto supe que era aquí dónde debía estar, dónde debía hacer las grandes cosas de mi vida... y dónde debía morir.
   –Eres muy rara, milady. –se arrastró sobre las rodillas por el sofá hasta llegar junto a ella.
   –Vaya, gracias. –gruñó con fingida afectación y se levantó del sofá.
   Adèle la siguió por el salón hasta la entrada del baño con cara de cachorrillo y ella no pudo reprimir una risilla. Era agradable tener algo de compañía en aquel apartamento. Puede que Adèle no fuese la persona más ordenada, ni la más silenciosa, ni la que mejor fregaba los platos pero empezaba a comprender lo que le habían dicho sobre la dependencia que creaba.

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