Revista Literatura

A esto de la tristeza

Publicado el 17 mayo 2011 por Chaimon
Sus cincuenta años le pesaban y estaba absolutamente entregada a su asiento de subte. Esos que están dispuestos cómo dándole la espalda a las ventanas, provocando una especie de pasarela para los que no se sientan sobre ellos. Desparramaba su humanidad entera en el y parecía disfrutarlo como un descanso celestial. Su torso ancho y sus pechos, gritaban que habían tenido una vida mejor. Pechos que supieron ser acariciados con dulzura por alguien que supo amarla.
Le guiño un ojo a las historias de amor y digo que cada uno de nosotros hemos sido amados por lo menos una vez en la vida por alguien, incluso ella. Todos, todos, todos. Claro que luego entran en juego otras cosas, otros destinos, pero nadie estuvo exento de ser amado. Digo exento y suena a obligatorio, pero ¿por qué no? Para alguien en algún momento, fuimos celestiales, amorosos, hermosos, lindos, no tan bajos, no tan altas, entrañables.
Muchos tal vez no se enteran nunca y son protagonistas de una vida no vivida más que en el deseo. De tardes caminadas de la mano, visitando amigos, olvidando el aniversario, con innumerables deseos, con momentos sólo imaginados.
Ella vestía un suéter marrón raído, con dos tiritas de color azul que bordeaban y adornaban el cuello redondeado. Seguro esta prenda también conoció tiempos mejores, fue muy bonito, y tremendamente deseado en una tarde de compras por la avenida. Ahora tal vez sea el único que cubre su necesidad de abrigo ¿Quién sabe? ¿A quién le importa?
Su Pollera larga, de color marrón, tomaba distancia de la moda, solamente la cubría. No había otra pretensión, evidentemente nunca la hubo y estaba muy lejos de combinar con el suéter. Sobre el piso veía apoyadas unas bolsas de supermercado desbordantes, que invadían el límite del piso que corresponde a cada asiento, un línea limítrofe nunca vista por nadie, pero conocida por todos, un espacio delimitado sólo por nuestros ojos. Un lugar implícito que cuando es invadido, logra hostilidad en el mirar del invadido. Como si fuese importante.
Sus ojos marrones deslucían muy cansados.

A esto de la tristeza.

A nada.
Hice foco y observé que estaba hablando, relatando algo a no se quien. Tenía la mirada absorta hacia el frente. Hablaba, hablaba, y hablaba. El sonido del subte no me permitía escuchar el contenido. De pronto observé que tiene una persona a cada lado. Del lado derecho una mujer muy diferente, muy moderna. Muy otra mujer.
De su lado izquierdo, un hombre de características similares a ella. Casi obeso que vestía una polera de lana sin colores definidos. Casi verde, casi azul que pretendía combinar con un pantalón, sin ganas. La parte trasera de su bocamanga era pisada por el talón de su calzado marrón, escaso de brillo. Acordonado, pero con sogas de un marrón muy diferentes entre sí.
Llevaba un gorro de lana que le disfrazaba su falta de pelo. Su cara estaba invadida de pelos. Una barba descuidada y blanca. Su nariz ancha con pequeños pelos asomando, pidiendo permiso.
A los pocos segundos de posar mi mirada en él, noté que lleva ambas manos a se cara y la cubre dejando un espacio muy angosto entre ellas, por donde llega a asomar muy apenas el centro justo de su boca.
Resopló.
Se quedó así durante diez segundos, once, doce. Veo que comienza a deslizar hacia abajo las manos, arrastrándolas muy despacio, a una velocidad que me permite ver como se acomodan sus facciones luego de estar solapadas, cubiertas. Llegaron a la altura debajo sus ojeras y se detuvieron. Realizó dos movimientos muy breves con la cabeza de derecha a izquierda, de derecha a izquierda, rebotando despacito. Se frenó y retomó el deslizar de sus manos hacia abajo. Cuando comenzaban a invadir el cuello, las bajó abruptamente y las apoyó en las rodillas. La mano derecha en la rodilla derecha. La izquierda en la izquierda. Se mordió el costado izquierdo del labio inferior y levantó las cejas formando una especie de “techo de tejas dos aguas”.
Pero había algo que me inquietaba, que me robó minutos enteros con una sensación incómoda de tener una nube gris lloviendo sobre mi cabeza. Luego de no saber como secarme la frente, la cara y los ojos, noté que aquello ineludible e inquietante era su mirada.
Sus ojos estaban clavados en la nada. Una nada que se palpaba delante de sus ojos. Que lo consumía y no lo dejaba ir a ningún otro lugar. Una nada que parecía estar preguntándole en ese preciso momento millones de cosas.
Mirada que le indicaba que algo había dejado de funcionar en algún momento de su vida. Pero todo era nebuloso. Pensaba y no lograba captar el instante preciso en el que se había apagado todo. Esa mirada estaba envuelta en una nada de dimensiones tremendas, devastadoras.
Lo adiviné levantándose temprano. Trabajando para una cara que desconocía, sin saber hasta cuando, pero sabiendo que por muchos años más. Claro, de no mediar un error grosero de su parte que provoque una expulsión sin goce de beneficios de ninguna índole.
Estaba transpirado y no le importaba. Olía mal y no le importaba. Quería llegar, ver algo en la televisión. Otra cosa no le importaba. Tragó saliva. Llevó el dedo índice al borde izquierdo de la comisura del labio inferior y lo arrastró hasta el borde derecho llevando consigo saliva que despachó contra el piso del vagón de subte. Clavó la mirada en esa saliva que al impactar con el suelo formó una aureola que humedeció la superficie.
Una nada lo absorbía y vestía sus gestos de una melancolía sórdida. Una nada que en ese instante parecía preguntarle a gritos ¿Cuánto falta para todo? ¿Cuándo termina la tristeza?
En eso parpadea. Noto como que vuelve a la realidad con un suspiro muy pesado y lento.
Infla levemente sus mejillas. Asiente muy apenas. Mira a la mujer que tiene a su derecha, la mujer de las bolsas, le dedica una mirada corta, le sonríe y vuelve a mirar hacia delante.
No parecía muy molesto con las bolsas del piso que invadían su territorio
La mujer continuó su relato.

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