Revista Literatura

¿a qué hora matará a pushkin?

Publicado el 13 mayo 2014 por Kirdzhali @ovejabiennegra

Este relato pertenece a una de las partes culminantes de la novela que estoy preparando y hoy la someto al escarnio público.

 

http://frankmonner.blogspot.com/2010/04/la-caja-secreta-nuevo-libro-de-marcelo.html

El libro que Marcelo Chiriboga publicó después de muerto (¿?).

Estábamos reunidos en La Mariscal, en la cafetería de siempre. Los cuatro conversábamos sobre un proyecto extraño: fundar una revista en la que los ingenieros escriban sobre el amor y los poetas sobre terminales de buses abandonadas. Yo había propuesto llamarla “Cadáver exquisito” aunque mi opinión no lograba seducir al resto.

De repente, Saúl, el antropólogo poeta de Medellín, me disparó a quemarropa:

“Oiga, compadre, ¿le conté ayer que su viejo amigo Marcelo Chiriboga fue a visitarme en mi casa?”

Negué.

“¡No puede ser! Él está en los Estados Unidos, internado en un hospital por el tema de su cáncer. El domingo conversamos por teléfono.”

“¡Le garantizo que no! Ayer fue a mi casa para pedirme, en realidad PEDIRNOS, algo muy raro.”

“¿Qué?”

“Que usted y yo seamos sus padrinos en un duelo pasado mañana.”

Comprendí que me tomaba el pelo y me eché a reír.

“¡No es broma, hermano, hablo en serio: el hombre me dijo que estaba harto del enemigo en cuestión y que había decido matarlo de una vez por todas. Piénselo: está condenado a morir de cáncer, de forma que una bala reventándole los sesos debe ser, para él, un fin mucho más digno.”

No supe qué responder. Su expresión era muy firme y convencida, no había rastro de burla.

“Pero ¿cómo es que no me lo dijiste antes?”

“Lo olvidé, hermano, lo siento…”

Su olvido era absurdo. Quise saber si Marcelo le había dejado un número de teléfono o una dirección donde pudiéramos contactarlo; él asintiendo me entregó un pedazo de papel en el que estaban escritas las señas de una pensión muy cercana.

Me despedí de todos apresuradamente y me encaminé hacia la calle Calama donde se había hospedado mi amigo. El lugar era sencillo y agradable, se trataba de una casa antigua restaurada de apenas dos pisos en la que se alojan los extranjeros con frecuencia.

Timbré cuatro veces antes de que apareciera una mujer de aproximadamente cincuenta años con rostro adusto que me soltó un “¿qué quiere?” a manera de saludo. Cuando le hube informado que buscaba a Chiriboga, me dijo que subiera al segundo piso, hasta el cuarto del fondo donde dormía “ese carcamal”.

Encontré a Marcelo en la cama, vistiendo solamente unos calzoncillos y un bividí blancos. Las cortinas permanecían cerradas y su equipaje, que aparentemente consistía en una sola maleta, estaba aún empacado.

“¿Cómo es eso de que quiere matarse a tiros? ¡No entiendo nada!”

“¡Ah, eso!”

Guardamos silencio por unos minutos.

“¡Me siento tan viejo!”, dijo de pronto, “cuando era niño todavía se escuchaban historias de sujetos que se abaleaban en duelos cuando sus mujeres los habían transformado en cornudos… ¡El honor! Ahora todo eso es tan old fashioned…”

Estaba sombrío, devastado. No se quejaba de dolor alguno, mas por las expresiones dibujadas en su rostro noté que sufría mucho. La degradación se había posado sobre su piel que ahora tenía el tinte amarillento propio de las enfermedades hepáticas, y muchas, muchísimas más arrugas que cuando lo conocí un año atrás.

“¿Sabe? Al tipo al que voy a matar lo traigo entre ceja y ceja desde hace tiempo y no voy a tener remordimientos después de que lo haga, usted tampoco debería tenerlos: ¡es un desgraciado!”

“¿Y si él lo mata?”

“Por desgracia eso no pasará, no tengo derecho a una muerte digna…”

No se me ocurrió intentar disuadirlo con la idea de que podrían encerrarlo en prisión; lo único que hice es quedarme callado mientras mis ojos contemplaban fijamente un cuadro horrible colgado junto a la puerta del baño.

“La argentina cree que vine a despedirme de mis amigos; no quería dejarme salir de casa supuestamente para cuidar mi salud, pero cuando le dije que iba a hacer lo que me viniera en gana, me mandó a la mierda”, soltó una risita burlona.

La argentina, la amante de Chiriboga, era un ser extraño; nadie conocía a ciencia cierta sus sentimientos por él: amor, odio, admiración, apego o necesidad de dinero. Quizá fuera una amalgama de todo.

“¡Es una mujer impresionante! Aún ahora que es una vieja sigue siendo atractiva, valiente. No le costará encontrarme más de un reemplazo (estoy seguro de que ya tiene uno), acuérdese de mis palabras. El mismo día de mi funeral empezará a sacarles un beneficio económico a mi nombre y a mis obras, algo que ni siquiera yo mismo puedo hacer.” Explicó con tono agrio.

Chiriboga era un Hércules contemporáneo, un semidios literario que estaba afrontando su decadencia como podía. La aspiración de quemarse en una pira cubierto del manto embarrado con la sangre de Neso ya no era posible, así que matar o morir por un pistoletazo quizá era su único camino para huir del morbo de la enfermedad.

“¿No hay forma de disuadirlo de cometer esta estupidez?”, dije sin convicción.

“No. Usted lo sabe muy bien.”

Sentí que un escalofrío me recorría la espalda.

“¿Al menos me dirá el nombre del tipo con el que se va batir”

“No lo va a creer…”

“¡Esta historia es increíble de principio a fin, Marcelo!”

“Hubiera preferido que lo vea con sus propios ojos, pero si insiste: mataré a Pushkin.”

“¿Quién? ¿Quién es Pushkin?”

“Usted sabe de quién estoy hablando; varias veces me ha dicho que admira muchísimo su obra.”

Me quedé congelado. Solo podía tratarse de una broma.

“Hablo en serio, por eso no quise comentárselo antes: estoy seguro de que ahora que lo sabe tratará de convencerme de que no mate a uno de sus escritores favoritos.”

“¿Cree que es eso lo que me preocupa?”

Pushkin, el amante de la amante de Chiriboga, observando las turbulentas y poéticas aguas del lago artificial del parque de La Alameda.

Pushkin, el amante de la amante de Chiriboga, observando las turbulentas y poéticas aguas del lago artificial del parque de La Alameda.

“¿Y qué más?”

“Marcelo, usted y yo sabemos que ese Pushkin murió hace casi dos siglos.”

“¿Está loco, jovencito? Antes de ayer le envié una carta de desafío a su casa, remitiéndome él en seguida su tarjeta personal con la aceptación. Espere.”

Extendió su brazo derecho y tanteó en el velador de al lado de su cama. Sus ojos estaban fijos sobre mí y casi bota la lámpara antes de entregarme una pequeña tarjeta de color blanco con letras negras. Claramente se leía: “Aleksandr Serguéyevich Pushkin”. Bajo el nombre estaban algunas palabras escritas en cirílico y luego la dirección: “Mariana de Jesús y América”.

“¡Esto es una broma!”

“No, es muy serio.” Suspiró. “¿No entiende? Todo es culpa de la argentina… Ella tiene un affaire con el ruso desde hace años. Ambos se han aprovechado de que la literatura me tenía vendado los ojos, dejándome como un pendejo, pero no crea que porque estoy a punto de morir permitiré que me traten de esa forma”

“Admitiendo que toda esto no es más que una locura, ¿cómo es posible que ellos sean amantes si su mujer vive en París y Pushkin a diez minutos de donde estamos?”

“Sé que la visita cuando yo voy a Barcelona o a Estados Unidos.”

No quise hacer más objeciones; estaba claro que el gran novelista ecuatoriano del “Boom” había enloquecido.

“Lamento sinceramente tener que matar a uno de sus literatos predilectos, pero que yo esté hecho una mierda no significa que debo permitir que sigan burlándose de mí, ¿no le parece?”

Dejé a Marcelo en su habitación, prometiéndole que le invitaría a comer al día siguiente. “La última cena”, me había dicho con retintín.

 

Llamé a Saúl para contarle todo. Él no se sorprendió.

“Ya lo sabía; no quise decírselo, hermano, porque creí que era mejor que él lo hiciera, al fin y al cabo usted admira mucho a Pushkin.”

“¿O sea que tú también crees esa historia?” Balbuceé.

“No entiendo, ¿a qué se refiere?”

“¡A Pushkin! ¡Él está muerto y enterrado desde hace casi dos siglos!”

Saúl guardó silencio por un minuto y luego me dijo que debía descansar, notaba que la impresión me había afectado.

Colgué el teléfono. Esa noche no pude dormir, daba vueltas en mi cama víctima de un nerviosismo extraño, como si mi vida fuese la que corría peligro. Quizá mi mayor preocupación era mi cordura, ¿acaso estaba perdiéndola? ¿O era una conspiración de mis amigos para burlarse de mí?

Mis ojeras y mi apariencia en general probablemente daban un espectáculo bastante lamentable porque cuando llegué a la librería, mi compañera de trabajo me recomendó ir a casa hasta que se me “pase el efecto de la borrachera”.

Deambulé por el local revisando uno que otro libro hasta que encontré una antología de relatos de Pushkin. Leí el cuento “La dama de picas” y tuve la sensación de que mi destino, el de Chiriboga y el del ruso estaban sellados como el de Hermann – el héroe trágico de la historia – por una mujer vieja y llena de secretos.

 

Poco antes de las siete me presenté en la pensión de Marcelo para ir a cenar. Lo encontré  elegantemente vestido y, aunque el color amarillento de su piel lo hacía ver enfermo, estaba de muy buen humor.

“Siento que vuelvo a nacer, jovencito…”

Borges le dice a Bioy: “¿verdad que solo era un doble tuyo el de esta historia? ¿VERDAD?”

Caminamos por las calles de La Mariscal hasta un restaurante argentino – a Chiriboga le pareció adecuado.

“Como otros se tragan mi asado, creo que tengo el derecho de tener uno que solo yo pueda digerir.”

Guardé silencio. No me tuve deseo siquiera de discutir su comentario.

“No sé por qué se preocupa tanto. Escritores hay por toneladas; uno o dos menos no le afectarán a nadie. Piénselo: cualquiera de nosotros que se vaya al infierno recibirá una sepultura digna, le harán alguna ceremonia en el Congreso y, con suerte, hasta tendrá una estatua en el Parque de El Ejido, ¿no le parece bonito?”

“Oiga, Marcelo, ¡ya es hora de que me deje de joder la paciencia!”

Me miró sorprendido.

“Nunca lo había visto reaccionar así. ¿le gustaría que le diga que todo es una payasada, una burla que le preparamos con sus amigos? Lamentablemente no, el duelo es real y, en unas horas más, Pushkin o yo veremos la cara de Tánatos.”

“No sé qué pensar, me siento tan confundido… Pushkin… ¡Pushkin está muerto!”

“Aún no, pero pronto será así.”

“Usted no entiende o finge no hacerlo. ¡ESE HOMBRE MURIÓ EN 1837!”

“Mejor comamos, el hambre lo hace desvariar.”

Nos sentamos a la mesa. No probé bocado, al contrario de Chiriboga quien se puso a engullir su comida casi como un animal. Asqueado, me dediqué a mirar un televisor que transmitía cierto partido de fútbol de Segunda División.

“Creo que no debí pedirle que fuera mi padrino”, me dijo de repente, “ noto que la situación lo está afectando mucho; ni siquiera ha comido…”

“Usted… ¡todos me quieren volver loco!”

Me miró consternado.

“Sabía que admiraba a Pushkin, mas nunca imaginé que fuese tanto. De todas maneras es muy tarde para retroceder… ¡haría el ridículo!”

Me sobé la barbilla exasperado.

“Bueno, quiero acabar con esta pendejada de una vez, ¿a qué hora matará a Pushkin?”

“¿No le dijo Saúl? A las seis de la mañana en el Parque de La Alameda.”

“Correcto, entonces lo acompañaré a su pensión, quiero ir a dormir pronto. ¡Estoy entusiasmadísimo!”

Pagué la cuenta y nos marchamos.

 

El cielo estaba nublado y algunas gotas de lluvia golpeaban nuestras caras. Chiriboga, Saúl y yo aguardábamos a Pushkin y a sus compañeros sentados en una banca junto al lago artificial.

Creía que tarde o temprano los dos, echándose a reír, me dirían que todo era producto de una jugarreta de mal gusto.

Los minutos continuaban transcurriendo y las esporádicas gotas de agua se transformaron en una tormenta.

Bontempelli y Pirandello se preguntan por qué insisto en meterlos en esta colada.

Bontempelli y Pirandello se preguntan por que insisto en meterlos en esta colada.

“Ya es suficiente, ¿no? ¿Me van a decir la verdad para que podamos ir a desayunar?”

Ambos intercambiaron una mirada.

“Espere un poco más, jovencito, deben estar cerca.”

En ese mismo instante tres hombres cubiertos con abrigos y sombreros aparecieron saludándonos en francés. Uno de ellos se descubrió, era Pushkin o se le parecía…

Me sentí mareado y, como entre sueños, pude comprender que el ruso afirmaba estar listo.

“Hay algo que debemos comentarle, hermano”, me dijo Saúl.

Pensé que en ese momento se iba a destapar la mascarada y sonreí aliviado.

“¿Por fin me van a presentar a su actor? Verdaderamente se parece a Pushkin, ¡es magnífico!”

“¿Qué dice, hombre? ¡Él es Pushkin!”

“El caso es que yo no voy a batirme en duelo”, intervino Chiriboga, “ese engaño fue porque tenemos un plan para usted.”

“¿Cuál?”

“¡La muerte!”

Abrí los ojos desmesuradamente y pude ver que los dos compañeros de Pushkin se sacaban los sombreros dejando al descubierto sus rostros. Eran, sin lugar a dudas, Massimo Bontempelli y Adolfo Bioy Casares. Todos estaban armados con revólveres.

Saúl se despidió de mí alejándose lentamente hacia la parada de buses. De pronto, la sirena de una ambulancia los desconcertó y yo aproveché aquel instante para abalanzarme sobre Chiriboga y desarmarlo, luego descargué un tiro en su vientre, pero el resto de conspiradores me abatieron. Antes de que se nublaran mis ojos alcancé a ver que los cómplices de Chiriboga acudían a ayudarle entre gritos desesperados.

Finalmente me dormí…

 

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