Revista Literatura

Acto fallido

Publicado el 28 marzo 2018 por El Perro Patricia Lohin @elperro1970
Acto fallido© Guillaume Lévis

“El doctor Max ha dicho que me quería cerca y ha mantenido su palabra. De hecho, mi despacho está enfrente del suyo, separado sólo por el pasillo. Es una habitación minúscula, que antes era el aseo privado del doctor Max; han quitado la taza del retrete y el lavabo, y ahora estoy yo, con una silla, una mesa, un cenicero y un perchero junto a la ventana.”  Fragmento de “El Patrón de Goffredo Parise.

Por una fracción de segundo siento una leve sensación de ahogo. Seguramente es la combinación de la oscuridad reinante en la estancia más la pintura marrón con que están pintadas las paredes.
El pequeño ventiluz no me deja adivinar siquiera la presencia del incipiente otoño. Apenas si se filtran por éste el ruido de los transeúntes, el murmullo de las señoras que circulan con la bolsa del mercado, el rasgar de una escoba sobre la acera, y el ladrido de los canes que corretean por la cuadra detrás de los pocos vehículos que circulan.
La silla hace un largo chasquido, es su forma de quejarse ante mi presencia sobre ésta. Soplo por encima del escritorio y veo dispersarse en el aire miles de partículas de polvo que de pronto quedan estáticas en el aire, como si alguien estuviera sosteniéndolas. Dejo caer la cabeza sobre mis brazos apoyados sobre el escritorio y ya no escucho nada. La ciudad está muerta, y de alguna manera yo también.


No escucho el crujido de los pasos del Dr. Max sobre el piso de madera, ni el chillido de su secretaria al atender el teléfono. Miro el cenicero y analizo la posibilidad de encender un cigarrillo. Seguramente no esté tan moribundo como pensaba y un poco de humo a mis pulmones no restará nada. El sabor del tabaco se suma al gusto amargo de mi boca, previamente invadida con lágrimas internas, derramadas en la absoluta soledad del simulador.
Miro el perchero y colgado en él, un portafolios desgastado de cuero. Mientras el silencio de la parálisis externa me lo permite, me muevo hasta éste sin poder evitar la repetición de los quejidos de la silla y del piso, que se arquea con mis pasos apesadumbrados. Son los únicos sonidos existentes es este pequeño universo que no es más que un cuarto de baño disfrazado de oficina.
Qué ironía. Mis días iban a terminar en un baño.

Coloco el portafolios sobre el escritorio y como en una ceremonia, me tomo el tiempo para sacar y acomodar exquisitamente todo. Primero mis cartas, una a una selladas y cerradas herméticamente, con la insignia de “rechazada”. “Se desconoce el paradero del destinatario” hubiera sido un motivo más que aceptable para anidarlas en alguna caja y confinarlas en el sótano de la casa de mi madre. Pero un último sobre con letra desconocida y mi nombre como destino, confirma que las mismas no desean ser recibidas en ningún domicilio existente sobre la faz de la tierra. Contundente. Demoledor. Un desperdicio de palabras apoyadas en cientos de renglones grises y aburridos.
Luego de las cartas, acomodo documentos personales de rutina, nada importante, solo un último esfuerzo de mi parte para dejar las cosas en orden. Levanto la cabeza intentando escuchar algún sonido que prevenga que tengo que detener mis acciones. No hay vida fuera de ese cuarto de baño. Estoy a salvo de que alguien pretenda salvarme.
Garabateo dos o tres instrucciones más, una nota de disculpas al Dr. Max correctamente redactada y dejo las explicaciones para el imaginario colectivo. Por último saco la cuerda y la acaricio, después de todo será mi última relación estrecha con algo en esta vida. El cigarrillo ya no emite más humo y yace abandonado con toda su ceniza al borde del abismo del cenicero.
Pienso en el otoño y en los días en que lo deseaba, mientras escribía memorándums y otros documentos en otro escritorio con ventana al parque de la ciudad. Me niego a recordar más y apago cualquier llama de deseo que pueda aparecer de súbito en mi cabeza, necesito extirpar cualquier esperanza que impida concretar mis planes.
Trabajosamente me subo a la silla y luego al escritorio, ambos siguen lamentándose, mientras intento enroscar la cuerda en una especie de portalámparas metálico. ¿Resistirá? Tampoco quiero hacer el ridículo.
Una vez que todo está a punto, abro la puerta y asomo mi cabeza por el pasillo. Todos se han ido a almorzar. Pienso que nunca me detuve a pensar en la hora de mi deceso.
En esos momentos deseo ser artista para retratar la belleza de ese peculiar lugar hecho tan sólo para mí: una silla, el perchero, un sucio escritorio ahora con papeles y cenizas; y como si fuera un péndulo, la soga que se retuerce en el extremo a la espera de acariciar mi cuello.
Pienso en el Dr. Max y su cara de congoja al mirar el mismo escenario que estoy observando. Creo que su ausencia denota un dejo de inocente despreocupación.
Afuera alguien está quemando hojas. Lo sé por el olor que alcanza a colarse. El mundo ha revivido durante mi última fracción de pensamiento sobre el Dr. Max. Todo ha empezado a circular y yo me encuentro en peligro. La vida amenaza con devorarme y no acepta mi decisión.
Adivino pasos en la escalera y me apuro a esconder la evidencia. Después de todo, la soga no estaba tan correctamente amarrada. Acomodo mi sweater con las manos y empiezo a sentir cómo el sudor abarca mi nuca en el mismo instante en que la puerta se abre.
Después de eso ya no recuerdo más nada.
O sí, una sucesión de días grises en mi nueva oficina montada en un cuarto de baño.

Patricia Lohin

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