Revista Diario

Ahora lo sé! (desenlace final)

Publicado el 13 enero 2012 por Mariaelenatijeras @ElenaTijeras

(Lee el principio de esta historia en Ahora lo sé)    Su única compañía entre tanto jolgorio y loca juventud danzando al ritmo de una ensordecedora música ininteligible, era su copa que, sorbo a sorbo, menguaba su contenido basado únicamente en alcohol y cubitos.  Sentado en un taburete al final de la barra, contemplaba el ambiente con exiguo interés. Sus retinas le jugaban malas pasadas en complot con su cerebro. En cada cuerpo, cada movimiento y cada baile de las chicas allí congregadas encontraba un motivo para rememorar el tiempo compartido con  Gloria. No sabía cómo quitársela del pensamiento sin sacrificar un cachito más de su corazón embriagado de los recuerdos de ella.    El local, reservado para la fiesta de cumpleaños de su amigo Pedro, estaba a reventar. Había tanta gente que era imposible encontrar una losa del suelo libre para poder caminar por él.  Aislado y taciturno, dudaba entre permanecer allí o marcharse sin más.  Por detrás, lo abrazó su inseparable compañero de fatigas que, desde la otra esquina del lugar, lo observaba continuamente.
   –Carlos, amigo. Me preocupa verte así, no soy capaz de reconocerte. –inquirió en  su  oído  mientras lo abrazaba.
   –Siento si te estoy amargando tu fiesta. Creo que me voy a marchar. –sentenció  circunspecto.
   –A mí no me amargas, ya sabes que hace falta mucho para que yo llegue a eso –intentaba consolarlo, sin mucha suerte–. Habla conmigo si lo necesitas, a la fiesta le pueden dar un par de collejas. 
   –Lo que me pasa tiene nombre: Gloria. –comenzó a decir– Tío, lo he intentado,  pero está tan metida aquí –con sus dedos índice y corazón de la mano derecha  señalaba su sien–,  que la veo en todas partes –cada vez más abatido, se levantó zafándose del abrazo para huir de allí–. Necesito respirar aire, pero no lo encuentro, me ahogo a  cada inspiración que hago.
   –Lo sé amigo. Lo que no entiendo es  que si es tan importante para ti, ¿por qué no luchaste más por ella?
   –No lo sé. –Él tampoco  comprendía  su estado cuando en numerosas ocasiones se repitió así mismo que no era nada serio. –Ahora me apetece irme a casa, darme una buena ducha para sacudirme todo el alcohol que he bebido y meterme en la cama  una semana.
   Se despidieron con un fuerte abrazo.  Intentó salir de allí en tropel, pero el gentío se lo ponía cada vez más difícil.  Pedro, que seguía observándolo desde la barra, fue hasta él.
   –Ven por aquí. –Agarrándolo del hombro, le habló al oído–.  Te va a resultar muy complicado que te dejen salir. Por la puerta de servicio será mejor. –con un movimiento de cabeza señaló hacia atrás.
   –Pero, tío ¿conoces a tanta gente? –le preguntó Carlos, mientras abría los brazos para abarcar a todos.
   –La verdad que no,  pero cuando hay barra libre te aparecen amigos incluso de donde no has estado nunca.        
   Ese comentario provocó una sardónica  sonrisa  en la cara de Carlos mientras le seguía hasta la puerta de atrás. Cuando salieron volvieron a despedirse con un apretón y unas sonoras palmadas en la espalda.
   –No dejes de llamarse. Sabes que estaré ahí siempre, ¿vale? –rogó Pedro durante el achuchón.
   –Claro, lo haré. –convino Carlos, con ganas de desaparecer de allí urgentemente.
A sus espaldas se cerró la puerta del bar dejando paso  a un lógrebo callejón. Las cochambrosas paredes linderas junto a la  imperante oscuridad del lugar evocaban el espacio dónde  ahora  latía mórbido su corazón. El espíritu libertino del que antes gozaba, se había convertido en insidiosa languidez que a cada paso menoscababa, aún más si era posible, su fortaleza. 
   La madrugada arrojaba, impávida, ráfagas de viento helado propio del mes de enero. Acomodada su cabeza entre las levantadas solapas del abrigo, Carlos caminaba alicaído intentado llegar a casa.  Un estrépito proveniente de unos metros más allá, arrancó al muchacho de su absorto vagar.  Multitud de objetos personales  esparcidos por la acera eran  la razón del quebranto  de su ensimismamiento.  Una chica menuda, entre blasfemias y maldiciones, recogía una y otra vez, lo que el viento se empeñaba en remover constantemente.  Transportaba varias maletas de una vez, y en un desnivel del suelo  cayeron provocando semejante espectáculo.  Carlos, sin dudarlo, se acercó a ella acelerando sus pasos.
   –Permíteme que te ayude. –empezó a recoger las cosas que más lejos estaban.
   –No quiero molestarte, de verdad. – Gema, levantó la cabeza al escuchar la voz de un desconocido y azorada ante tan noble gesto del chaval, se dio más prisa por terminar rápido; ver su ropa y demás objetos personales por el suelo era algo que no le incomodaba.  
   –No te preocupes,  no tengo otra cosa mejor que hacer. –Aclaró. Ágilmente hacia acopio de todo lo que podía de una vez  intentando que aquella ventisca no se riera mucho más de la situación.
   Cuando todo lo del suelo volvió a estar bien dispuesto en las maletas, levantaron la cabeza casi a la par; sus ojos se encontraron por fin.
   –Por cierto, no me he presentado, –comenzó diciendo él– Me llamo Carlos Rincón. –extendió la mano con educación. –Encantado de conocerte… y ayudarte. –sonrió mientras señalaba la maleta con la mano libre.
   –Yo soy Gema Lago. Gracias por ayudarme. –sonrió mientras sus ojos penetraban los de  un  Carlos perdido  en la intensa luz verde que emanaba de los de ella –.  Por fin he terminado de mudarme a mi nuevo apartamento y éstas eran las últimas maletas –comentó sin más–.  Ahora ya es tarde y estoy deseando meterme en la cama pero, ¿podría invitarte mañana a tomar un café? Me gusta ser agradecida y me ha venido muy bien tu ayuda. Con este viento  hubiera tardado horas en recogerlo todo.
   –Claro,  encantado. Dime el lugar y la hora. –aceptó sin vacilar.  Aquellos ojos en lo que no podía dejar de mirarse lo tenían abstraído del mundo real.  Quería seguir viendo su luz.
   –Quedamos en Luago, ¿sabes dónde está? –preguntó Gema.
   –Sí, conozco esa cafetería. Nos vemos allí a las cinco –apuntó Carlos, con una amplia sonrisa. – Veo que llevas  demasiadas cosas, –señaló los bultos que había por el suelo–. Déjame que te acompañe a casa, no podrás con todo esto.
   –No te preocupes, vivo aquí –frente a ellos un edificio con la puerta abierta–. Es en la primera planta pero… pensándolo bien, –con gesto dubitativo se rascaba la cabeza– si no te importa,  me sería de gran ayuda si me prestaras tus brazos para subirlo todo de un tirón y no dar más vueltas. –posó sus ojos en él y la magia que brotaban de ellos hizo el resto.
   –Por supuesto. –sin más se agachó para cargar con  todo lo que pudiera–. En un momento acabaremos los dos, tú sola estarías horas…
   ***
   Faltaban algunos minutos para que  dieran las cinco de la tarde pero Carlos se encontraba en la puerta de la cafetería donde la tarde anterior había quedado con Gema. Abrió la puerta del local,  la buscó entre la clientela sin encontrarla,  por lo que se dirigió a la barra y saludó al camarero a quien conocía desde hacía varios años.
   – ¿Qué tal Paco? –preguntó sonriente, levantando la mano  para saludarlo.
   – Bien, tío. Ahí  vamos,  tirando. –levantó al mismo tiempo la suya chocándola con la de su amigo.              –¿Has venido solo? –preguntó extrañado.
   – No, he quedado con alguien. –respondió  alegre.
   – ¿Una chica, tal vez? –inquirió.
   –Así es. –sonriente fijó sus ojos en su amigo que ante su sorpresa volvió a preguntar.
   – ¿Gloria? Alégrame la tarde y dime que es ella. –el camarero conocía muy bien  la triste historia de su amigo y como terminó su relación con la chica. Aunque sabía que se lo había ganado a pulso por su mal hacer hacia ella, también creía que había aprendido la lección y merecía una segunda oportunidad.
   –Pues… seguirás en tu tristeza, porque  no lo es. –la efímera alegría que traía se disipó tras la pregunta.- Eso hubiera querido yo. Voy a sentarme en una mesa. –señaló hacia una de las que quedaban libres –. Tráeme lo de siempre, por favor.
   –Claro, ahora mismo.  –con el gesto compungido por la situación de Carlos, el camarero preparó  un café  solo  sin azúcar acercándoselo a la mesa.
   –Tío, –comenzó a decir al llegar a su lado–  sabes que nada me agradaría más que vuestra historia tuviera un final feliz. –confesó posando su mano en el hombro de su amigo mientras con la otra depositaba el café encima de la mesa.
   –Lo sé. Y ese hubiera sido también mi deseo, pero Gloria ha decidido que su vida está mejor sin mí. ¿Qué más puedo hacer?  –Resignado apretó  la mano  que tenía encima del hombro–. Gracias por tus buenos deseos. –palmoteó intentando quitarle hierro al asunto.
   –Ya sabes dónde estoy. Si me necesitas, búscame ¿vale? –sabía que Carlos saldría adelante, pero si era con sus amigos a su lado, se sentiría mejor.
   –Vale. Pero tranquilo, estoy bien.
   Sin más, Paco volvió detrás de la barra.
   Sentado  a la mesa, mientras el tic tac de su reloj de pulsera contaba sin prisas los minutos, se mesaba el cabello hasta entrelazar los dedos detrás de la cabeza  esperando ansioso la llegada de Gema. 
Instantes después, eternos para él, Gema aparecía por la puerta. Se acercó a la barra saludando al camarero.
   –Hola, Paco. ¿Cómo va la tarde?
   –Ahora que te veo mucho mejor, preciosidad. –todo un don Juan, galante  siempre con las mujeres.
   –Tú siempre tan caballero. –Le devolvió una sonrisa picarona.
   – ¡Gema! –Llamó Carlos desde la mesa al verla– estoy aquí. 
   – ¡Ah! no te he visto al entrar  –se giró hacia la voz que oyó a lo lejos y risueña, como era siempre su carácter, se volvió hacia Paco– ¿me llevas a la mesa un té, corazón?
   –Faltaría más, dame un minuto y te lo llevo. –respondió  guiñándole un ojo.
Desde su silla, Carlos contemplaba atento los pasos que daba  Gema hasta llegar a su mesa.  Desde luego, Paco no se equivocó al llamarla preciosidad: de pequeña estatura, apenas llegaba a metro sesenta,  su ensortijada melena rubia embellecía  un  fino  rostro dulcemente maquillado. No,  Paco no estaba en absoluto equivocado.   Más de una cabeza se tornó hacia ella, provocando la sonrisa  de Carlos al darse cuenta de ello y levantándose le dio dos besos  al llegar.
   –Hola, guapa. ¿Te has instalado ya? –saludó cortés.
   –Casi. Me queda desempaquetar todas las cajas. Pero eso  creo que será poco a poco.  De golpe puede ser agotador.
   –Tómatelo con calma. Tienes toda la vida para ello. –rieron a la par.
   Ocupado  en su trabajo, Paco, oteaba continuamente la conversación que mantenían sus dos amigos prestando mucha atención a las reacciones de Carlos; las sonrisas que escapaban de sus labios  denotaban un cambio en el  ánimo  sin embargo sus ojos seguían invadidos por la inmensa tristeza que desde hacía varias semanas se había convertido en su amiga inseparable.
   Las risas rellenaban el espacio de la cafetería; desde el exterior podía observarse a unos amigos e incluso una  pareja que disfrutaba compartiendo confidencias  y buenos momentos un viernes por la tarde en un café. Nada más lejos de la realidad. Si bien a Carlos, se le veía tranquilo su interior bullía sin descanso. Era imposible en una tarde arrancar sentimientos tan arraigados durante algunos años, aunque él no hubiera sido capaz de identificarlos correctamente.
   Por un instante, agachó la cabeza con los ojos cerrados y su mano, lentamente, acarició con dulzura la de Gema que la retiró  al instante sorprendida por esa proximidad.  Tal circunstancia alertó a Carlos.
   –  Lo siento, estoy tan bien contigo que por un instante imaginé que eras otra persona. –su explicación no fue del todo la apropiada.
   – ¡Vaya,  menudo halago! Tú sí que sabes  decirlos bonitos para conquistar a una mujer. –ironizó sus palabras para evitar una situación más complicada.
   –No es mi intención ofenderte. –Intentó aclarar la metedura de pata–. Me encuentro en una etapa muy vulnerable de mi vida y créeme, por un instante creí estar reviviendo   otros momentos. Perdóname. –rogó entristecido nuevamente.  Su ánimo volvió al punto de partida.
    – No te preocupes, no le demos más importancia de la que tiene.  –levantó su taza de té y mientras tomaba un sorbo  no apartó la vista de él.
Inquieto porque  la situación no se le fuera de las manos llegando  a malos equívocos, Carlos decidió cambiar los derroteros de la conversación.
   –Borremos estos últimos minutos y cambiemos de tercio ¿vale? -dijo expectante.
   –Claro -asintió Gema-. Bueno, aunque sea la pregunta típica ¿a qué te dedicas? -rieron a la vez– ¿te has dado cuenta que en el rato que llevamos aquí, no nos lo hemos preguntado?
   –Soy asesor financiero en una multinacional –respondió él– Te toca  –apoyó sus brazos cruzados sobre la mesa con los ojos puestos en ella. 
   –Mi trabajo es más modesto, soy estilista.
   –Ya sabía yo que algún secreto tenía que tener tú...estilo
   – ¿Mi estilo? –Las carcajadas rompieron  la monotonía que impregnaba el local.- ¿ahora se llama así?
   ***
   La noche caía lentamente bañando de  tranquilidad las calles. El silencio se apoderó de la madrugada. Hacía horas que se había despedido de  aquella chica rubia de la mudanza  que conoció el día anterior y  con la que disfrutó de   una tarde muy agradable alrededor de un café.  Acompañando al sonido de sus pasos, el incesante galope de los latidos de su corazón martilleaban en su cerebro  inminentes sensaciones que creía adormecidas amenazando nuevamente su estabilidad.   Aceleró sus pasos para llegar lo antes posible a casa, pero cuanto más andaba más  se alejaba.  Ahora su pulso era aún más rápido, podía notarlo en sus sienes.  Su frente mojada le hizo pensar que llovía pero, sobre él,  un estrellado cielo brillante relucía con una hermosa luna llena.   Empezó a correr, sin moverse del sitio. Sus pasos no obedecían.   La inmensidad de la oscuridad que reinaba a su alrededor  demudaba su respiración convirtiéndola en asfixiante resuello.  Oteaba  en derredor sin encontrar la puerta de salida a aquella situación.  Las farolas de tenue luz, las pequeñas casas de desigual color,  incluso las papeleras en libre albedrío  le eran familiares, pero su miedo empezaba a ser superior a él cegándole su raciocinio.
   Un grito desgarrador proveniente del más profundo pozo de su garganta lo arrancó de su estado de inconsciencia. Se despertó de aquella  abominable pesadilla entre un sudor helado y la  pavorosa sensación de que le faltaba algo. Sentado en su cama desde la que podía escuchar el sonido del agua al caer en la ducha, un olor afrutado, muy familiar, se filtraba por la puerta entreabierta atrayendo su atención hacia ella.
   –Buenos días. –desde el quicio de la puerta del baño, Gloria ataviada con una toalla que le tapaba lo   justo, musitó.
   –Buenos… días… – silabeó con los ojos desmesuradamente abiertos– Gloria… –se levantó de la cama y fue hasta ella.
   Con paso lento sin desviar la mirada de su objetivo.  Se paró a escasos centímetros de su piel, podía oler el perfume que emanaba de su cuerpo caliente tras la ducha.  Sus ojos seguían en ella.   Levantó  las manos agarrando la  minúscula toalla que la cubría dejándola desnuda para él.   Completamente pegados, recorría con sus desesperados labios el cuello de ella. Con sus manos le acariciaba lentamente la espalda  que, erizada, comenzaba a sentir  el devastador deseo que la embriagaba cada vez que estaban juntos.  Bajó por sus nalgas apretando cada resquicio de  su convexo  contorno. Sus labios bajaron por el húmedo pecho, aún salpicado de gotas de agua, recreándose en él a conciencia. Adoraba aquellas formas turgentes y erguidas.  Se deslizó hasta quedar de rodillas a la altura de su vientre, abrazándola intensamente. Piel con piel colmaba la necesidad que sentía de ella. No podía despegarse de aquel cuerpo.
   –Nunca te separes de mí  –dijo con voz ronca–. Te quiero con toda mi alma. No permitas que nada me aleje de ti, por favor.  – susurró despacio aún aturdido por la angustia sufrida.
   Aquella confesión paralizó a Camila.  Desconocía totalmente los sentimientos de Carlos. De hecho siempre pensó que entre ellos no había una relación seria. Estaban juntos y disfrutaban  de su mutua compañía, aunque ella, desde hacía meses, albergaba sentimientos mucho más intensos de los que se atrevía confesar. 
   Sorprendida por la alegría que le producía  esa declaración, le  dijo:
   –Yo también te quiero, Carlos.  –palabras que hicieron aún mayor la fuerza del abrazo que los mantenía unidos, de pie, en la puerta del baño.
   ¿Habría aprendido la lección o sería necesario otro toque de atención como el de la noche anterior?
Ahora todo estaba en manos del escarmentado muchacho.

   –Dímelo otra vez, Gloria. –Rogó Carlos.
   –Te quiero, mi amor.  –Susurró ella en su oído.
   –Te quiero, cariño. –Respondió trémulo– Siento tanta felicidad ahora,  que no entiendo como no la he buscado antes.
   –Amor, no le des más vueltas. –Dijo acariciando con sus dedos el cabello de él– El pasado déjalo atrás y disfruta tu presente... –Su boca quedó atrapada por los labios de Carlos que con impaciente frenesí comenzaba un nuevo juego de pasión que no conocía límites cuando se trataba de embeberse de la esencia de su único y verdadero amor.
–––FIN–––

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