Revista Literatura

Al final de la escalera

Publicado el 30 abril 2013 por Alex Vonkarma @alexvonkarma

El ruido de las llaves acompaña a los tacones de la profesora. Los escasos alumnos presenciales de la asignatura esperamos recostados sobre la pared del pasillo mientras dos de ellos se desperezaban, otro revisaba el último mensaje que había recibido y yo observo a los niños corretear por la primera planta.
Y como todos los días la misma rutina:
Recibir con una sonrisa cumplida las llaves del aula que parece más una pequeña celda no solo por su reducido espacio, sino por su gran puerta blindada, que no puede ser traspasada ni a patadas a menos que tengas la llave. Soltar los bártulos en cualquiera de las seis mesas que integran el aula, agarrar cuatro diccionarios de latín y dos de referencias, y distribuirlos por los pupitres, a la vez quela luz penetra en la pequeña celda a través de la ventana, iluminando a todos los muertos del aula: Salustio, César, Cicerón, Tibulo, Ovidio entre la multitud de griegos y romanos que yacen en sus frías tumbas.
Recostado sobre el radiador que desprendía su último aliento antes de volver a ser encendido en diciembre, prestaba atención (o eso me parecía) a la lección de aquel día.
Ablativos absolutos, construcciones impersonales y la oratoria de Cicerón eran términos muy utilizados en la clase de ese día en el que mi mirada divagaba por toda la clase y en especial por la única ventana del cuartucho.
¿Todo era monotonía y desesperación? ¿Acaso podría aspirar a algo más ahí encerrado como un pez en un acuario? Estas y otras muchas preguntas se sucedían como una secuencia numérica por mi mente a una velocidad de vértigo.
Fijé la mirada en las pequeñas plantas que crecían en los recovecos de los ladrillos agrietados por la vejez del edificio, eran bellas plantitas verdes que destacaban frente al naranja y gris característico de la fachada, y el que fueran diferentes me maravillaba.
- ¿Alex, estás prestando atención? – me sugería la profesora con su mirada, a la vez que yo le respondía con un sí mediante asentimientos repetitivos y totalmente falsos.
Desde aquella ventana también contemplaba algo de lo que nunca me había percatado, una escalera; pero no una escalera común, ésta no tenía una forma triangular, ni estaba hecha de madera ni aluminio. Estaba hecha de acero oxidado por la lluvia, agarrada al propio ladrillo y que conectaba con la propia azotea.
Me quedé un rato mirando por la ventana y especulando sobre que podría haber allí arriba, y asumiendo que no podría hacer nada por averiguar que habría al final de la escalera, ¿O quizás si?
Al final de la escalera

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