Revista Literatura

Artemisa (vii)

Publicado el 29 julio 2013 por Benymen @escritorcarbon

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ARTEMISA (VII)

Retazos de sueños se mezclaban en la cabeza de Julia que, incapaz de despertarse, murmuraba frases ininteligibles y agitaba las manos como luchando con un enemigo invisible. Uno de los movimientos hizo que los puntos de sus heridas se tensaran y el dolor la sacó de las pesadillas. Julia se incorporó en la cama y miró a su alrededor. La cabeza le daba vueltas, no sabía dónde estaba y aún la asaltaban imágenes inconexas de Isaac, un todoterreno negro y un esquelético hombre que le sonreía con crueldad envuelto en bruma. Cerró los ojos a la vez que trataba de normalizar su respiración.

Poco a poco, los recuerdos volvieron a circular y pudo pensar con claridad. Estaba en Salamanca, en la casa de Samuel, el hermano de Isaac, y debían ser las cuatro de la mañana. Si podía fiarse de lo que recordaba, llevaba durmiendo unas dieciséis horas, tiempo más que suficiente como para que ahora se sintiera con fuerzas renovadas, hambre y una acuciante necesidad de visitar el cuarto de baño. Con más cuidado del habitual sacó las piernas y se sentó en el borde de la cama. Sus pies se encontraron con el agradable tacto de unas mullidas zapatillas de ir por casa, eran de mujer. Temiendo no ser capaz de aguantar de pie, la doctora Murillo se asió a la mesilla de noche antes de dar el paso definitivo y levantarse de la cama. Un mareo pasajero y dolor en sus heridas, eso era todo, no parecía tan insoportable como para devolverla al lecho. Con pasos inseguros siguió el recorrido de la pared, siempre preparada por si volvían los mareos, hasta la puerta del austero dormitorio de Samuel. Abrió y se esforzó por adaptar sus ojos a la oscuridad del pasillo. Había dos puertas a su derecha, una a su izquierda y un poco más adelante el corredor giraba. Julia captó un sonido apagado y una luz intermitente, debía ser la televisión, pensó imaginando que al doblar la esquina se encontraría el salón.

Su vejiga protestó y la doctora tuvo que apretar las rodillas para aguantar sus ganas de orinar. Salió del dormitorio con todo el sigilo del que se vio capaz y abrió la primera de las puertas. Julia se encontró con un pequeño armario lleno de cajas en las que se leía el nombre de Beatriz, no era lo que necesitaba ahora mismo así que cerró el guardarropa guardándose para sí misma las conjeturas que había sacado. La siguiente puerta sí que tuvo premio, un cuidado cuarto de baño recibió a Julia como un oasis en el desierto y ésta se apresuró a entrar antes de que le fallaran las fuerzas y arruinara el bonito pijama que le había dejado Samuel.

La doctora Murillo salió a los pocos minutos, se sentía nueva después de hacer sus necesidades y refrescarse la cara. Dio un paso hacia el dormitorio pero se detuvo, no tenía nada de sueño y sí mucha hambre, la cocina no podía andar demasiado lejos. El sonido de la televisión se hizo más audible cuando Julia dobló la esquina, el salón se encontraba a su izquierda y, salvo la puerta principal del apartamento frente a ella, sólo había otra habitación más a su derecha: la cocina. La hambrienta mujer avanzó a oscuras y en silencio pero, en vez de ir a la derecha, se dirigió a la otra estancia, el salón.

El cuarto de estar era de un tamaño medio acorde a las proporciones de la pequeña vivienda, la decoración mantenía la austeridad que imperaba en todo el apartamento y, salvo cuatro fotografías colgadas en la pared, no había nada que intentara hacer más agradable el lugar. Al fondo, dos altos ventanales dejaban entrever la noche salmantina y ahogaban a duras penas los gritos de algún borracho que volvía a casa. Un moderno mueble lleno de libros presidía la pared izquierda, era allí donde la televisión de plasma seguía ofreciendo imágenes de algún infame concurso en el que una adicta a la silicona se esforzaba por mostrar su sonrisa más televisiva. Julia dejó escapar un suspiro mientras su vista pasaba a la pared de la derecha donde, en un práctico sofá en ele, dormía Samuel en la misma postura en la que había sucumbido al sueño. Se parecía tanto a Isaac, pensó Julia, pero no, no era él. Estaba a punto de volver a la cocina cuando los ojos de la doctora repararon en la botella medio vacía de ginebra que colgaba de una de las manos del fotógrafo. Un escalofrío recorrió la espalda de la doctora que tuvo que dar media vuelta, estaba demasiado acostumbrada a esa estampa.

Todavía intranquila con recuerdos que aguijoneaban su mente, Julia abrió la nevera y frunció el ceño cuando la luz fluorescente le dio de lleno en la cara. Cervezas, pizzas precocinadas, algo de embutido… no se podía decir que Samuel tuviera pasión por la cocina. Sin ser demasiado selectiva, cogió un trozo de fuet y se lo llevó a la boca tal cual, el estómago le rugía. Cerró la puerta de la nevera y se sentó en la mesa para disfrutar su improvisada cena rodeada de oscuridad.

Julia sintió una mano en su hombro y abrió los ojos, se había quedado dormida en la mesa y la habitación empezaba a iluminarse con las primeras luces del día. Samuel se sentó junto a ella con cara de estar pasando una resaca de campeonato. Nadie dijo nada, nadie sabía qué decir ni como romper ese tenso silencio. Fue el montañero el que abrió la boca.

—Veo que estás recuperando las fuerzas —miró los restos de fuet que había en la mesa—. Siento no tener una despensa más llena.

Julia arrugó la nariz cuando el inconfundible aroma a alcohol llegó hasta ella.

—No importa, no esperabas visita.

—Dentro de unas horas iré a por provisiones, piensa si necesitas algo, champú, cepillo de dientes, cuchillas… lo que sea.

—Gracias, siento ser una molestia.

—Nada de molestia —dijo forzándose a sonreír—, es lo menos que puedo hacer por la novia de Isaac.

Samuel se dio cuenta en seguida de que había dicho algo que hería a Julia. Trató de remediarlo como buenamente pudo.

—Lo siento, no quería… —no sabía como seguir—, pensaba que…

—No es nada, era algo complicado —respondió Julia mientras bajaba la mirada.

Tenía razón, era algo complicado, muy complicado, y la cabeza de Julia no pudo evitar llenarse de recuerdos de aquella tarde dos semanas atrás.

Dos semanas antes…

ARTEMISA (VII)

Julia e Isaac se sujetaban las manos sentados en un banco. Era finales de marzo y, pese a que todavía hacía algo de fresco, hacía un día espléndido y soleado. La pareja parecía ajena a todo su entorno, sólo tenían ojos el uno para el otro, ojos y lágrimas. Isaac se masajeaba el puente de la nariz, donde las gafas le habían dejado sendas marcas, estaba abatido y no podía evitar que sus ojos se humedecieran cada vez que miraba a Julia. La doctora estaba nerviosa, se mordía el labio compulsivamente y trataba de contener sus lágrimas mientras se aferraba a las manos del doctor Smithson.

—No lo entiendo, Julia.

—Lo sé, yo tampoco lo entiendo, sólo sé que te quiero.

Eso era lo peor, pensaba Isaac, que ella de verdad lo quería más que a nada.

—Ojalá no lo hicieras, sería más fácil.

Julia no sabía que decir para mitigar el dolor del que hasta esa tarde había sido mentor, compañero, amigo y también pareja. Estaba bloqueada, no entendía sus emociones y, sin embargo, ahí estaba, tratando de consolar a Isaac con su sola presencia.

—No sé si somos nosotros, si es la presión del proyecto o si se me pasará —dijo Julia, y de verdad no sabía lo que le sucedía.

Isaac vio el sufrimiento por el que estaba pasando la doctora y la impotencia y el abatimiento se adueñaron de su cuerpo. Se había prometido hacer feliz a esa mujer y era incapaz de ayudarla cuando más lo necesitaba. Miró esos oscuros ojos y acarició su negro pelo como tantas otras veces había hecho después de que hicieran el amor, no podía quererla más.

—Lo siento, Isaac…

El doctor negó en silencio, sentía la presencia de una nueva oleada de llanto y trató de reprimirla como pudo.

—No lo sientas. Me has hecho muy feliz —se detuvo para coger aire— es hora de que te devuelva algo de lo que me has dado.

Julia calló, sufría enormemente y, pese a ello, encontraba fuerzas para preocuparse por Isaac. En verdad habían sido felices, pero ya no tenía la misma ilusión y no entendía por qué.

—Siempre me vas a tener —dijo Isaac—. Aunque eso signifique que yo no pueda tenerte entera.

—Te quiero… pero no puedo. Quizás cuando vuelva de Austin, no lo sé —contestó Julia.

—No vas a ir a Austin, es demasiado peligroso, todavía no sabemos nada de Amandine y no puedo ponerte en peligro, a ti no.

Julia trató de decir algo, de rebelarse, de no aceptar esa orden, pero Isaac no le dejó abrir la boca.

—Iré yo, serán mis vacaciones —dijo tratando de quitarle hierro al asunto—. Podremos hablar más tranquilos a mi vuelta.

Julia se rindió al encanto del doctor, sabía como convencerla. Asintió con la cabeza.

—Quiero que te apoyes en mí, quiero que estés bien, quiero que nos ayudemos, quiero…

Julia trató de seguir exponiendo sus peticiones, pero los labios de Isaac sellaron los suyos propios y ambos se besaron largamente. No podían saber que ese beso era el último, unos días más tarde Isaac moriría en Austin dedicándole sus últimos pensamientos a la mujer que no fue capaz de hacer feliz, sólo quedarían sus cartas para acompañarla.

Lejos de EE.UU, en un apartamento en Salamanca, la doctora Murillo lloraba sintiéndose demasiado pequeña para todo lo que tenía que cargar. Samuel la miraba reconociendo el intenso dolor que acompaña a la pérdida de un ser amado, sabía demasiado bien lo que se sentía.


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