El sol ya iba en busca del horizonte para ocultarse, cuando decidimos bajar a la desierta playa. Con la elegancia que te era propia, retiraste la ropa que cubría tu cuerpo y te tumbaste sobre las calientes arenas de aquel atardecer.
Los últimos rayos que todavía iluminaban el lugar, me permitieron contemplarte en todo tu esplendor. Al mirarte, no pude por menos de fijarme en los exuberantes senos, que sobresalían por encima de una extensa planicie.
Mi mano, al acariciar el contorno de tu vientre, provocó un leve estremecimiento en tus piernas, que acabó por dejar al descubierto la selva negra que cubría tu sexo.
Extendiste tus manos hacia mí incorporándome a tu interior, mientras yo saboreaba el infinito placer, que sólo tú podías ofrecerme.