Revista Diario

Bajo el yugo de su sombra

Publicado el 22 mayo 2014 por Mariaelenatijeras @ElenaTijeras

Bajo el yugo de su sombra
Los remordimientos y los sentimientos encontrados revuelven la conciencia suplicando el perdón. 
Versión iPad y demás tecnologías.
 Bajo el yugo de su sombra
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Con la mirada perdida frente a un televisor apagado, la tarde del domingo dejó de ser prometedora para Julian. El movimiento incisivo de su pierna junto a las demoledoras sensaciones que le dictaba el corazón tras el aberrante comportamiento minutos antes con su mujer, no hacía más que elevar su desesperación de la misma forma que una cometa se iza con el viento.
   —Soy mala persona… ¿Cómo puedo hacerte esto? —rezaba para sí mismo mientras se frotaba la cabeza con la manos—. No existe perdón para mí, por todo este dolor.
Se dirigió hacia la cocina, tal vez una bebida bien fría le aliviara la tensión que tenía acumulada. Abrió la puerta de la nevera, buscó entre un revoltijo de botellas de agua, cartones de leche y bandejas de carne pero no encontró ni una sola lata, lo que aumentó su exasperación.
   —¡Ni una sola cerveza! Esta mujer quiere matarme de una forma u otra. Pero no se lo voy a permitir, maldita zorra.
   El crepúsculo, dorado como el ámbar, proyectaba las sombras del invierno sobre la alcoba del matrimonio. La pertinaz lluvia arreciaba por momentos, estrellándose con violencia en unas ventanas impregnadas de vaho y congoja.
Entre sábanas de seda y tejidos de organza se disparaba su memoria en busca de los recuerdos de antiguas caricias interminables, ahora inexistentes. Besos apasionados… desaparecidos. Lujuria desbocada… olvidada. Todo lo construido en su matrimonio se había desvanecido como la noche al renacer el alba. Todo se había diluido en algún momento que ya no recordaba por el mismo resquicio que se fue escapando su amor por él.
Los escalones de madera crujieron bajo sus pies. Subió los peldaños con lentitud y firmeza, seguro de sus pasos. La sombra, engrosada por el contraluz, aguijoneó el semblante de Marta que, a través de la puerta entreabierta, podía ver el tenebroso vaivén del espectro proyectado en la pared. Se levantó de la cama donde, bajo sus mantas, hallaba el silencio necesario que la transportaba a otra vida, la suya, quince años atrás. Arropada con el albornoz que recogió en el suelo, se apoyó en el cristal de la ventana mientras observaba cómo la oscuridad apagaba los últimos fulgores del día. Tenues luces del alumbrado callejero marcaban los dominios de la vida en el pequeño pueblo sureño.
   —¿Exhibiéndote por la ventana? —espetó Julián desde el quicio de la puerta.
   Sus divagaciones la habían hecho despegar del plano real olvidando el motivo de por qué estaba en la ventana. No quería ponérselo fácil otra vez y aquella pregunta rompió un cachito más de su corazón. Pero ¿qué podía esperar después de lo ocurrido?
   —No. Solo miraba la calle.
      —¿Algún buen mozo te espera agazapado en la esquina? —otra pregunta fuera de lugar.
No obtuvo respuesta, solo el silencio más absoluto.
Con la culpabilidad reflejada en sus ojos se aproximó a ella y también miró por la ventana.
     —Lo siento —empezó a susurrar Julián en su oído—. Déjame amarte como cuando nos casamos, ¿recuerdas?
Ignoró su petición y su acostumbrado arrepentimiento.
Cada noche en la que se repetía su conducta bárbara e inmoral sobre el ya deteriorado cuerpo de Marta, volvía a ella cabizbajo y suplicante, pero tan solo era un fugaz brote de cordura en su oscuro universo de demencia.
   —¿Cuántas veces más pedirás perdón, Julián?
   —¿No comprendes que tu cuerpo me pertenece? Eres mi esposa. —Irascible volvía a arremeter contra ella.
   —Pero no soy una de tus pertenencias para hacer conmigo lo que te dé la gana.
Con un movimiento imprevisto, le agarró con fuerza la mandíbula atrayéndola hacia sí hasta quedar enfrentados. El duelo que lidiaron entre los dos le desveló un rostro muy diferente a como él la conoció. Contempló con estupor las consecuencias de sus hazañas; sus ojos habían perdido el brillo que, otrora, lucieran flamantes. Alrededor de aquellos iris atormentados se apreciaban unas enraizadas arrugas que enmarcaban el sufrimiento de alguien cansado de vivir. Lo que antaño se perfilaba como una piel tersa y aterciopelada, ahora se reflejaba mustia y sin vida. Nada que ver con la frescura y lozanía de la juventud.
   Deslizó suavemente la mano por el cuello de Marta hasta dejarla caer, apesadumbrado.   Exhaló el aliento de sus pulmones mientras posaba sus ojos en el suelo.
   La sensatez volvía a tomar el mando de su subconsciente.
   —No me gusta hacerte daño —murmuró casi ininteligible—. Lo siento.
   ¿Dónde quedaron las tiernas palabras de amor susurradas al oído que le hacían vibrar de pasión? Tal vez emigraron hacia tierras más cálidas imitando a las aves en el invierno.
Se acercó al armario, cogió algo de ropa para salir a la calle y dando un sonoro portazo desapareció del dormitorio. Con la desazón de haber obrado mal, bajó las escaleras consternado.
   —No volverá a suceder —se prometió—. No volveré a hacerte daño nunca más.
Hablaba solo mientras, encolerizado, daba puñetazos a la pared. En sus retinas permanecían los penetrantes ojos negros de la única mujer que había amado taladrando su mente, flagelando su alma. La huella de una furia irracional que no entendía sobre el castigado rostro de su esposa, antes bello y resplandeciente, arraigó en sus entrañas con la inclemente amargura de la culpabilidad.
   Se puso el abrigo, abrochó todos los botones y salió por la puerta. El chasquido de la cerradura al cerrar fue suave pero Marta, junto a la cama desecha y aún caliente, escuchó cómo su amenaza, por esa noche, había terminado.
   El repiqueteo de la virulenta lluvia cesó dejando su espacio a una oscura noche sin luna haciendo casi impenetrable el camino. El viento frío que llegaba del norte envolvía cada curva, cada recoveco otorgándole un aspecto lóbrego y sobrecogedor. Las ramas de los árboles bailaban al son del vendaval una fantasmagórica danza de sombras siniestras. Con la razón perturbada por los últimos momentos de la noche, conducía abstraído por la carretera secundaria que atravesaba el bosque de las afueras del pueblo.
   Opuestos como tierra y mar, como sol y luna, eran los sentimientos que batallaban dentro de su conciencia. El bien y el mal luchaban encarnizados deseosos de vencer a su contrincante. Solo uno podía ganar.
   —No soy digno de ti —comenzó a decirse en voz alta imaginándola delante—. Me has dado tanto y yo te he devuelto sufrimiento y dolor. Te he arrebatado tu esencia destrozando todo tu ser. No volverá a suceder —continuó, atribulado—. Eres maravillosa y te mereces toda la felicidad del mundo.
   El vapor de la ducha empañaba el ovalado espejo del baño. El grifo arrojaba el agua caliente a chorros que resbalaban sobre su espalda. Sus manos apoyadas en la pared, a ambos lados de la cabeza, mantenían su cuerpo erguido e impedían que perdiera la lucidez.
       —Hasta aquí he llegado —se dijo a sí misma—. No lo voy a permitir más.
   Cerró el grifo, salió de la ducha con furia y, armada de valor, se dirigió hacia el armario. Sacó una maleta y colocó en ella algo de ropa. Revestida de una templanza que jamás creyó poseer, se vistió sin perder tiempo. Agarró las pocas pertenencias que se llevaría esa noche. Bajó las escaleras, las mismas que hacía un rato enardecieron su miedo, y salió rauda de aquella casa de tormento y dolor. Corrió tanto como sus piernas le permitieron, dirigiéndose hacia el lado contrario por el que Julián se había marchado. Huyó de su hogar, ahora oscuro y vacío, que llenaba de tantos recuerdos su corazón. No volvió la vista atrás. Su corazón palpitaba frenético, atronador, y podía sentir sus latidos martilleando sin piedad sus sienes.
   Dos calles más abajo un taxi la recogió. Confusa, se arrebujó con el miedo golpeando su mente en el asiento de atrás. No sabía qué pensar, no sabía qué sentir. Al cabo de unos instantes que le parecieron eternos, el sosiego invadió nuevamente su cuerpo que se iba desprendiendo, no sin esfuerzo, del dolor que había acumulado cada noche junto al hombre que ya no sentía como su compañero. Por fin todo había terminado. No volvería a sentirse más bajo el yugo de su sombra.
La estrecha carretera iba dejando atrás la densa arboleda, arrastrando al conductor del único coche que circulaba por su sinuoso trayecto hacia un acantilado casi oculto por la inmensa negrura de la noche.
   —Nunca podré resarcirte de todo el daño que te he causado —argüía sin prestar atención al camino—. Tal vez, en otra vida…
   Su conciencia, que volvía a ejercer su dominio, detectó en un momento de suprema lucidez todos los errores que había cometido. Ya era tarde para enmendarlos, no tenían solución. Perdurarían en la mente de su mujer por el resto de sus días y un intenso dolor recorrió su pecho. Pisó con fuerza el acelerador y el vehículo se estremeció, deseaba con todas sus fuerzas acabar con el sufrimiento de ella y sabía que era la única opción que le quedaba.  ¿Cobarde, valiente…?
   El coche rodó por el abrupto precipicio dando varias vueltas de campana. Cuando finalmente se detuvo, solo era reconocible un amasijo de hierros y cristales. Entre todos aquellos escombros, un casi carbonizado trozo de papel quedó atrapado entre los restos quemados y aplastados y los últimos vestigios de una conciencia olvidada. A duras penas se podían leer unas pocas palabras garabateadas con el insondable trazo del arrepentimiento:
   "Ojalá puedas perdonarme algún día"

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