Una habitación de la que siempre me quejé por su oscuridad, porque todo allí parece teñido de un color sepia que si bien es romántico, también es un poco agobiante. Pero por suerte, siempre voy a recordarla con luz y brillo. Siempre la voy a recordar como el escenario de uno de los momentos inolvidables de mi vida. Con una cama de testigo, contenedora de caricias, besos, cuerpos revolcados y mucha transpiración.
Los minutos luego del amor desesperado, transcurrían en silencio. Pero estaba muy lejos de incomodar. Entre tantas cosas lindas que existen entre ella y yo, tenemos un tremendo amor por no sentir la obligación de interrumpir el tiempo sin palabras, con cualquier cosa que lo disfrace.
Si hay silencio, se disfruta y por esas cosas del amor, no incomoda.
Luego de compartir caricias y olores, ella comienza a elevar su torso hacia el aire, despegándose de mí y nuestros fluidos, pero dejando sus piernas entreveradas con las mías.
Con cierto pudor, el del amor, digo que cuando realizó ese movimiento sobre mi cuerpo, sentí algo muy parecido al exacto momento en el que está creciendo una hojita sobre el tallo en una rosa china: frágil, hermosa, colorida y suave muy suave.
La imagen yo la suponía perfecta, pero claro, todo tomó dimensiones celestiales cuando levantó ambos brazos, tomó su pelo que bailaba suelto y comenzó a abrazarlo con sus dedos para terminar atándolo, en un acto preciosista.
Debo contar que no hay mujer en el mundo más bonita que ella en muchos aspectos, pero en ese, siento que no hay forma de que no salga "Campeona del mundo para siempre".
Al finalizar ese acto único y maravilloso de atar su pelo, comenzó aterrizar su cuerpo en el mío nuevamente, apoyándose muy de a poco como en cámara lenta, hasta llegar a centímetros de mi cara.
Cuando su respiración golpeó contra mi nariz, me confesó que me amaba.
En ese instante, pedí al dios en el que no creo que me ayude a no sucumbir ante la idiotez y que mi rostro mantenga la masculinidad y la dulzura necesaria para que eso sea tan inolvidable para ella como lo estaba siendo para mí.
Le contesté que yo también la amaba y que no ella tenía idea, cuánto.
Entonces me miró, sonrió, me besó en la mejilla y apoyó su cabeza sobre mi pecho.
Al cabo de unos instantes, giró su cuerpo hacia el costado de la cama que está de su lado, dejó caer su brazo izquierdo hacia el piso y tomó un par de bastoncitos de chocolate que esperaban ansiosos el contacto con sus dedos, de un pequeño paquete que había quedado apoyado en el piso, consecuencia de su amor por las cosas dulces.
Lo hizo con suma delicadez, para luego a girar su cuerpo hacia mí. Extendió su mano contenedora de dos bastoncitos: uno para ella, otro para mí. Levantó las dos cejas y muy apenas también elevó su mentón, provocando que sus ojos aumentaran levemente su tamaño. Simultáneamente, su boca se entreabría queriendo con ello, incitarme a imitarla con la mía.
En el momento en el que abrí mis labios preparándolos para recibir ese acto de amor sabor chocolate, mordió muy despacio el costado derecho de su labio inferior.
Cómo epílogo de la espera ansiosa de ver como ese bastoncito se deslizaba en mi boca, me sonrió.
Mi lengua, representando a toda mi alma, recibió de sus dedos el bastoncito de chocolate. Y como prólogo, ingresé a un amor del que no me quita nadie.