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Burbu

Publicado el 13 junio 2013 por Benymen @escritorcarbon

BURBU

Érase una vez, en el más lejano de los reinos de Cecv, un anciano pescador que vivía a las orillas del vasto mar de los escalofríos. Burbu, pues así se llamaba nuestro pescador, salía de su choza al despuntar el alba y pasaba en el mar todo el día hasta que se ponía el sol. No conocía los fines de semana o los descansos, Burbu sólo vivía para la pesca y, todo sea dicho, era realmente bueno en esa tarea.

Resultó que un día como otro cualquiera Burbu salió en busca de peces y cuál fue su asombro cuando, de entre sus redes, vio asomar la cabeza de un niño de no más de 8 años. Jeren, pues así se llamaba el muchacho, tenía el cuerpo empapado en agua de mar, así que el anciano pescador lo llevó a su cabaña y lo colocó frente al fuego.

Cinco días con sus cinco noches pasó Jeren frente al chisporroteante fuego de la chimenea de Burbu y seguía empapado. El viejo se preocupó, no sabía cuánto tiempo podría aguantar el frágil cuerpo del niño en esas condiciones, pero por más mantas que le echaba encima no había forma de secar todo el agua.

Burbu dejó de salir a pescar, todos sus pensamientos estaban centrados en el empapado niño. Lo miraba tiritar de frío y clamaba en silencio a los cielos en busca de una solución. Un día Jeren se acercó hasta Burbu. Sus pies dejaban diminutos charcos de agua a su paso pero su cuerpo no perdía un ápice de humedad. El niño se plantó frente a los ojos del cansado anciano y, para desconcierto del pescador, puso sus pequeñas manos en las arrugadas mejillas de Burbu y miró en sus pupilas buceando en el alma del viejo.

Burbu fue incapaz de pegar ojo después de ese extraño suceso y, por más que el anciano lo intentó, el niño no volvió a repetirlo. Los días parecían ser iguales pero, sin embargo, Burbu experimentaba un sentimiento que hacía muchos años que no tenía: tristeza.

El corazón de piedra del viejo marinero se resquebrajaba conforme más miraba a Jeren. Burbu dejó aflorar vivencias pasadas que había enterrado en lo más profundo de su alma: la pérdida de su casa en la ciudad, la decepción en los ojos de sus padres cuando se marchó, e incluso la muerte de su esposa y su hijo. Eran sentimientos que creía haber olvidado y que ahora golpeaban su pecho como las olas que machacaban los acantilados.

Burbu pasó un tiempo asimilando tanto dolor. Una mañana, una solitaria lágrima se deslizó por la curtida mejilla del pescador, una solitaria lágrima y el pelo de Jeren se secó. No había ni rastro de agua. Como si hubieran abierto una presa, Burbu se derrumbó y lloró durante dos días enteros mientras el niño se secaba. Por fin, cuando el llanto cesó, el anciano levantó la cabeza y sus ojos enrojecidos buscaron a Jeren, pero no estaba allí. Burbu preparó un hatillo con sus escasas pertenencias y abandonó su cochambrosa cabaña sin mirar atrás.

Burbu no volvió a enterrar su pena, la compartió y la sufrió cada vez que fue necesario y nunca dejó de buscar a Jeren para agradecérselo. Su choza fue engullida por el inexorable paso del tiempo y jamás nadie volvió a vivir en esa playa junto al mar de los escalofríos.


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