"(...) " Borgmester Dahl" dijo. "No fue un naufragio".
Parecía estar despertando paulatinamente de ese trance, y despertándose calmado.
"¿No fue naufragio? ¿Que fue?"
"Avería", contestó, comenzando a cada momento a ser otra vez el mismo. Con eso sólo me enteré de que era un vapor. Hasta entonces había supuesto que estaban hambrientos en botes o en balsa -o quizás en una roca desierta.
"¿Entonces no se hundió?", pregunté sorprendido. Asintió. "Llegamos hasta los hielos del sur", afirmo como en un sueño.
"¿Y sólo sobrevivió usted?".
Se sentó. "Si. Fue un terrible infortunio para mí. Todo salió mal. A todos los hombres les fue mal. Yo sobreviví".
Al recordar las cosas que uno lee era difícil darse cuenta del significado de sus respuestas. Debí suponerlo desde el primer momento, pero no lo hice; tan difícil resulta para nuestras mentes, tan llenas de recuerdos, tan instruidas, tan informadas, ponerse en contacto con la realidad delante de nuestras narices.
Y con la cabeza llena de nociones preconcebidas sobre cómo debería manejarse un caso de "canibalismo y privaciones en el mar", dije: "¿Tan afortunado estuvo al echar suertes?".
"¿Echar suertes?", dijo, "¿Que suertes? ¿Cree que hubiera permitido perder mi vida por echar suertes?".
No si podía impedirlo, me di cuenta, no importa cuáles otras vidas se perdieran.
"Fue un gran infortunio. Terrible. Atroz", dijo. "Se perdieron muchas vidas, pero los mejores habrían de vivir".
"Los mas recios, quiere decir", anoté. Se quedó considerando la palabra. Talvez le era desconocida, aunque su ingles era bueno.
"Sí", afirmó al fin. "Los mejores. A lo último era cada uno para sí y el barco abierto para todos".
Y así, de pregunta en pregunta, me enteré de toda la historia. Me imagino que era la única manera de haber pasado esa noche con él. Aparentemente, al menos, había vuelto a ser el mismo; el primer signo fue el regreso de esa manía incongruente de pasarse las manos por la cara -y esta tenía ahora su significado, con ese leve escalofrío en del cuerpo y la angustia apasionada de esas manos que dejaban al descubierto un hambriento rostro inmutable, las vastas pupilas de los ojos deliberados, silenciosos, fascinantes.
Se trataba de un vapor de hierro de origen muy respetable. Lo había construido el burgomaestre de la ciudad nativa de Falk. Era el primer vapor que se lanzaba allí. la hija del burgomaestre lo bautizó. Los campesinos de muchas millas alrrededor llegaron en carro para verlo. Me contó todo eso. Consiguió el cargo de primer oficial. Parecía pensar que era motivo de orgullo; y, en su rincón del mundo, este amante de la vida había pertenecido a una buena familia.
El burgomaestre tenía ideas avanzadas sobre el negocio de los barcos. En ese tiempo no a todo el mundo se le hubiera ocurrido enviar al Pacífico un vapor de carga. Pero lo cargó con madera de pino y lo envió a buscar suerte. Wellington debía ser el primer puerto, me imagino. No importa porque en la latitud 44 grados sur y más o menos a mitad del camino entre Buena Esperanza u Nueva Zelanda, se rompió la cola del árbol y se perdió la hélice. Estaban navegando con vapor bajo un fuerte ventarrón y todas las velas en servicio, para ayudarles a los motores. Pero por sí solo el velamen no alcanzaba para tenerlo en movimiento. Cuando cayó la hélice el buque se ladeó inmediatamente, y los mástiles se fueron por encima de la borda.
La desventaja de perder los mástiles consistía en que no tenían nada de donde izar banderas o hacerse visibles a la distancia. En el curso de los primeros días varios barcos pasaron sin verlos, y el viento los estaba desviando de su trayecto. el viaje, desde el comienzo mismo, no había sido nada exitoso y nada armonioso. Se habían presentado peleas. El capitán era un hombre inteligente, melancólico, sin demasiado control de la tripulación. El barco había sido aprovisionado ampliamente para el viaje pero, por algún motivo, al abrirlos, se encontraron dañados varios barriles de carne y los echaron por la borda al poco tiempo de zarpar, como medida sanitaria. Después la tripulación del Borgmester Dahl habría de pensar en esa carroña con lágrimas de arrepentimiento, codicia y desesperación.
El barco siguió hacia el sur. Al principio había habido una apariencia de organización, pero no tardaron en relajarse los lazos de la diciplina. Vino luego una sombría ociosidad. Miraban con ojos hoscos el horizonte. Los vientos aumentaban, el barco yacía a través y las olas lo barrían. Una noche aterradora, cuando esperaban a cada momento que el casco se volcara con todos ellos habída cuenta, una oleada barrió la cubierta, inundó el pañol y echó a perder lo mejor de las provisiones que quedaban. Parece que la escotilla no estaba asegurada. Este ejemplo de negligencia es característico de la total desmoralización. Falk trató de inspirarle alguna energía a su capitán, pero fracasó. Desde ese momento se retiró más dentro de sí mismo, aunque siempre tratando de hacer lo posible habida cuenta de la situación. Esta empeoró. Era un ventarrón tras otro, con negras montañas de agua que se abalanzaban sobre el Borgmester Dahl. Algunos hobres no salían de sus literas; muchos se volvieron peleadores. El ingeniero jefe, un hombre viejo, se negaba a dirigirle la palabra a nadie. Otros se encerraban en sus dormitorios a llorar. En los días de calma el inerte vapor navegaba en un mar de plomo bajo un cielo lóbrego o exibía, bajo la luz del sol, la sordidez de los marino, la sal seca, el orín, las roturas. Luego volvieron los vientos. Se mantuvieron vivos con raciones escasas. Una véz, un barco inglés, escapando de una tempestad, trató arriesgadamente de ponérseles al pairo. El mar barrió sus puentes; los hombres con sus impermeables, agarrados a las cuerdas, los miraban y les hacían señas desesperadas sobres us maltrechas amuradas. De súbito cayó la vela mayor, con verga y todo, en una ráfaga de viento aterradora; tuvo que tomar rumbo con los palos desnudos y desapareció.
Otros barcos se les habían acercado antes, pero al principio se negaron a que los recogieran, esperando la asistencia de algpun vapor. Entonces habían muy pocos vapores en esas latitudes; y cuando quisieron abandonar este esqueleto muerto y a la deriva, no apareció ningún barco. Habían derivado mas al sur de los mares conocidos por los hombres. No lograron llamar la atención de un solitario ballenero; y muy pronto el borde de la capa polar brotó del mar y cerró el horizonte como una muralla. Una mañana se alarmaron al verse flotar entre trozos de hielo. Pero el temor a hundirse pasó como pasaron su vigor, sus esperanzas; el choque de los témpanos contra el barco no podía sacarlos de su apatía, y el Borgmester Dahl, intacto, derivó otra vez a alta mar. Escasamente se dieron cuenta del cambio.
La chimenea había caído al agua en una sacudida de las olas; dos de sus tres botes habían desaparecido en medio de las borrascas, y los pescantes ondeaban, sueltos, con los desgastados cabos de las cuerdas agitados por las olas. A bordo no se hacía nada, y Falk me contó que a menudo escuchaba el agua que inundaba el oscuro cuarto de máquinas donde los motores, silenciosos para siempre, se iban convirtiendo lentamente en una masa de orín, como lo hace el corazón detenido dentro de un cuerpo sin vida. Al principio, cuando se acabó la energía, el timón fue asegurado firmemente con cuerdas. Pero con el tiempo éstas se pudrieron, se gastaron, se oxidaron y fueron soltándose una tras otra; y el timón suelto golpeaba pesadamente aquí y allá, enviando opacas resonancias por todo el buque. Era peligroso. Pero a nadie le importaba como para mover siquiera el meñique. Me contó que incluso hoy se despertaba a veces por la noche, y le parecía oír los ordos golpes. Cedieron los pinzones y finalmente cayó.
La catástrofe final ocurrió con el envío al mar del último bote que quedaba. Era Falk quien había logrado preservarlo intacto, y entonces se convino que algunos miembros de la tripulación retomarían la ruta del buque para buscar ayuda. Estaba aprovisionado con toda la comida que pudieron recoger para los seis que irían a bordo. esperaron un día de buen tiempo. tardó mucho en llegar. Al fin una mañana lo bajaron al agua.
Desde el comienzo brotó la discordia en el desmoralizado grupo. Dos hombres que nada tenían que hacer allí saltaron al bote con el pretexto de soltar las poleas, mientras que se produjo alguna disputa en el puente entre esos espectros vacilantes de la marinería. El capitán, que durante días enteros había estado encerrado e inaccesible en la sala de mapas, llegó al puente. Les ordenó a los dos hombres que subieran a bordo y los amenazó con el revólver. Ellos fingieron obedecer, pero súbitamente cortaron la amarra, se impulsaron cotra el costado del barco y se dispusieron a lenvantar la vela.
"¡Dispare, señor! ¡Dispáreles!", gritó Falk, "y yo saltaré a bordo para recuperar el bote". Pero el capitán, tras apuntar con mano irresoluta, súnitamente dió la vuelta.
Se oyó un alarido de cólera, Falk se presipitó a su camarote en búsqueda de su pistola. Cuando subió ya era demasiado tarde. Dos hombres más habían saltado al agua, pero los del bote los rechazaron con los remos, izaron la vela y se alejaron. Nunca se volvió a saber de ellos.
La consternación y el desespero se apoderaron del resto de los marineros, hasta que la apatía de la total desesperanza recobró su imperio. Ese día un fogonero se suicidó, llegando hasta el puente con la garganta cortada de oreja a oreja, para horror de toda la tripulación. Fue echado por la borda. El capitán se había encerrado en la sala de mapas y Falk, mientras llamaba en vano para que lo recibiera, lo oyó recitando una y otra vez los nombres de su esposa y sus hijos, y no como para llamarlos o para encomendarlos a Dios, sino con una voz mecánica, como un ejercicio. Al día siguiente las puertas de la caseta giraban abiertas mientras el barco se mecía, y el capitán había desaparecido. Debió de haber saltado al mar durante la noche. Falk cerró las puertas y guardó las llaves.
La vida organizada del barco había llegado a su fin. La solidaridad de la tripulación se había acabado. Se volvieron indiferentes unos con otros. Fue Falk quien tomó en sus manos la distribución de la poca comida que quedaba. A veces se escuchaban susurros de odio entre esos lánguids esqueletos que derivaban de aquí allá, a norte y sur, a este y oeste, entre la muerta armazón del barco.
(...) Se habían bebido el aceite de las lámparas, habían cortado las mechas para comerlas, habían devorado las velas. Por la noche flotaban en un barco oscuro en todos sus rincones, colmado de temores. Un día Falk se encontró con un hombre que roía un trozo de madera de pino. De pronto lo arrojó, tambaleó hasta la baranda y cayó. Falk, demasiado tarde para impedir el acto, lo vió aferrarse desesperadamente al barco antes de irse al fondo. Al día siguiente otro hombre hizo lo mismo, en medio de horribles interjecciones. Pero éste logró asirse de las cadenas rotas del timón y quedar allí colgado, en silencio. Falk trató de salvarlo, y todo el tiempo el hombre, agarrado con las dos manos, lo miraba ansiosamente con sus ojos hundidos. Luego, en cuanto Falk estaba listo para asirlo, el hombre se dejó caer y se hundió como una piedra. Falk meditaba en esos espectáculos. Su corazón se rebelaba contra el horror de la muerte, y se dijo que lucharía por cada minuto precioso de su vida.
Una tarde, mientras los sobrevivientes yacían en la cubierta de popa, el carpintero, un hombre alto con una barba negra, habló del último sacrificio. No quedaba a bordo nada comestible. Nadie dijo una palabra al respecto, pero todos se separaron rápidamente y esos débiles espéctros enflaquecidos se escurrieron uno por uno, temerosos de los demás. Falk y el carpintero se quedaron en cubierta. A Falk le caía bien el alto carpintero. Había sido el mejor hombre de todos, servicial y presto mientras hubiera algo que hacer, el que más largo tiempo conservó la esperanza y el que hasta lo último preservaba algo de vigor y de presencia de ánimo.
No hablaron entre sí. De ahí en adelante no volvieron a oírse voces conversando tristemente a bordo del barco. Al cabo de un rato el carpintero se alejó vacilante; pero más tarde Falk, cuando iba a beber en la bomba de agua potable, tuvo la inspiración de volver la cabeza. El carpintero se le había acercado por detrás y, acudiendo a toda la fuerza que le quedaba, iba a darle un golpe en la nuca con una cruceta.
Lo eludió justo a tiempo, escapó y se dirigió a su camarote. Cuando estaba allí cargando el revólver, oyó el ruido de fuertes golpes en el puente. Se abrieron las ligeras puertas de la sala de mapas y el carpintero, con el revólver del capitán, le hizo un disparo de desafío.
Falk estaba a punto de subir a cubierta y enfrentársele de una vez cuando recordó que una de las puertas de su camarote comandaba el acceso a la bomba de agua. En vez de salir se quedó dentro y cerró la puerta. "El mejor sobrevivirá", se dijo, y el otro, razonó, en un momento u otro tiene que venir a beber. Esos hombre famélico bebían a menudo para engañar los dolores del hambre. Pero el carpintero también debió de haber notado la posición de la puerta. Eran los dos mejores hombres del barco, y el juego había que decidirlo entre ellos. En todo el resto del día Falk no vió a nadie ni oyó ningún ruido. Por la noche forzó la mirada. Estaba oscuro -una vez oyó el ruido de un roce, pero tenía la certeza de que nadie se había acercado a la bomba-, Esta se encontraba a la izquierda de su puerta sobre el puente y no habría podido dejar de ver a un hombre, ya que la noche era clara y etrellada. No vió nada; por la mañana otro ruido débil lo hizo entrar en sospechas. No había dormido y no se había rendido al horror de la situación. Quería vivir.
Pero durante la noche el carpintero, sin intentar siquiera acercarse a la bomba, había logrado reptar silenciosamente por la amurada de popa y sin ser visto había logrado acurrucarse debajo del tragaluz de Falk. Cuando amaneció se levantó de pronto, miró, metió el brazo por la redonda apertura de bronce y le disparó a Falk a un pie de distancia. Falló -y Falk, en lugar de tratar de apoderarse del brazo que sostenía el arma, abrió de repente su puerta y con la boca del revólver casi tocando al otro disparó y lo mató.
El mejor hombre había sobrevivido. Ambos, al comienzo, tenían escasamente fuerza para permanecer de pie, y ambos habían exhibido una resolución implacable, aguante, astucia y coraje -todas las cualidades del heroísmo clásico-. Inmediatamente Falk tiró por la borda el revolver del capitán. Era un monopolista nato. Despues de los dos disparos, seguidos de un profundo silencio, en la mañana fría, cruel de las regiones antárticas, de diversos escondites surgieron, en la cubierta de ese cadaver de barco que flotaba por un mar gris gobernado por la necesidad de hierro y con un corazón de hielo, surgieron uno por uno, cautos, lentos, ávidos, con mirada feroz y cuerpos sucios, una pandilla de hambrientos y lívidos esqueletos. Falk se les enfrentó, el poseedor de la única arma de fuego a bordo; y el otro hombre mejor -el carpintero- yacía muerto entre él y ellos.
"Se lo comieron, por su puesto", dije.
Falk inclinó lentamente la cabeza, se estremeció un poco, se llevó las manos a la cara y afirmó: "No tuve nunca ningún disgusto con ese hombre. Pero entre él y yo estaban nuestras vidas".
¿Para qué continuar la historia de ese barco, esa historia ante la cual -con su bomba de agua potable como una fuente de muerte, su hombre con el arma, el mar gobernado por la necesidad de hierro, su pandilla espectral movida por el terror y la esperanza, su cielo mudo y sordo- la fábula del Holandés Errante, con su convención de crimen y su retribución sentimental, se desvanece como una graciosa guirnalda, como un girón de niebla blanca? ¿Qué queda por decir que ninguno de nosotros no pueda sospechar? Creo que Falk comenzó por recorrer el barco, revólver en mano, para apoderarse de todos los fosforos. ¡Esas ruinas famélicas tenían muchos fosforos! No abrigaba el propósito de de jar que el barco ardiera bajo sus pies, ya fuera por odio o por desesperación. Vivía al aire libre, acampando en el puente, dominando todo el castillo de popa y la única llegada a la bomba. ¡Vivió! Algunos de los otros también vivieron -escondidos, ansiosos, saliendo uno por uno de sus escondites ante el ruido seductor de un disparo-. Y no era egoísta. Todo lo repartía por partes iguales. Pero sólo tres quedaban vivos cuando un ballenero, de vuelta de su cacería, casi pasa por encima de la quilla inundada del Borgmester Dahl que, parece, al final hacía agua por ambos lados pero no podía hundirse porque cargaba planchones de madera.
"Todos murieron", dijo Falk. "Esos tres también, después. Pero yo no iba a morir. ¡Todos murieron, todos!, en ese terrible infortunio. ¿Pero iba yo también a desperdiciar mi vida? ¿Podía hacerlo? ¡Cuénteme, capitán! Yo estaba allí solo, muy solo, igual que los demás. Todos los hombres estaban solos. ¿Iba a entregar mi revolver? ¿A quien? ¿O a tirarlo al mar? ¿A quien le hubiera servido? Sólo el hombre mejor habría de sobrevivir. Fue un infortunio inmenso, terrible y cruel. (...)"