Se llega a una de estas reuniones necesitando imperiosamente desensillar. Después de haberle estado dando vueltas al asunto por días y días desde que llegó el folleto a mis manos en algún bar, y de haberle pegado dos vueltas a la manzana antes de entrar - a pesar de que siempre me creí muy resuelta y extrovertida - recién entonces tomé aire, exhalé, bufando casi, y me mandé por el largo pasillo hasta el salón del fondo. Esto es como los baños de los restaurantes, pensé: siempre al fondo a la derecha. Y me sonreí al tomar asiento, con un cartelito con mi nombre clavado por una alfiler de gancho a mi remera, más por esa complicidad con ese núcleo divertido mío que tanto adoro - lo único que me mantiene a flote hace meses - que por caer simpática antes de ver de qué va esto de un grupo de auto-ayuda en un bar. Lo que pasa, como le expliqué al coordinador ni bien me hizo presentar ante un aquelarre compuesto de tres minas más viejas y más piradas que yo, sentadas en semicírculo bajo una luz mortecina, lo que pasa es que vengo de un tiempo largo de haber estado digiriendo el estofado de que necesito ayuda, aunque para serles franca, yo no sé a ciencia cierta si esto se trata de una enfermedad de la cual me voy a curar o si voy a tener que acostumbrarme, o más bien, resignarme, a vivir así. En algún lado leí, entre todo lo que se lee por ahí sobre el tema, que la ansiedad es la epidemia silenciosa de estos tiempos, pero mi problema, en realidad, es que siempre estoy ansiosa por hablar, y en mi casa ya nadie me quiere escuchar. Y ahí nomás, cuando me estaba embalando para largarle al tipo todo mi rollo existencial, me cortó, el muy maleducado. Se disculpó torpemente, arguyendo que sólo se trataba de una presentación informal y que nos iba a dar una dinámica más tarde para que nos conociéramos un poco más y ahondáramos en nuestra problemática individual. Cazó un marcador azul y se puso a dibujar sobre una pizarra blanca unos circulitos todos torcidos que - según él - representaban las áreas del ser humano: el área física, el área cognitiva, el área valórica, el área emocional, el área social, el área espiritual... No paraba de hablar, repitiendo como un loro una teoría bastante pedorra que yo ya había leído en un libro re-pedorro que me compré una vez saliendo del supermercado, esa vuelta que no podía dormir más de cuatro o cinco horas corridas por noche y no daba más. Tiré la guita: ni leyendo el libro mejoraron mis insomnios.Hasta ahora yo miraba todo el show entretenida con un rico cafecito y me acordaba de mis clases de geometría en el secundario, cuando Sordetti nos daba conjuntos. Sordetti, ¡qué personaje! Me decía que yo era como una escalera: un diez al principio del trimestre, un cuatro a la mitad y un siete rasposo al final que me salvaba cuando me llamaba a su escritorio por arriba de sus anteojitos maléficos y su sonrisita displicente para cerrar el promedio y firmarme la libreta. Me quedé ahí, colgada del techo del bar, como en el 85 me había colgado del techo del aula de quinto bachiller, aquella vez que la vieja me preguntó no sé qué cosa de un teorema un lunes a primera hora y yo no tenía ni puta idea de qué contestar porque había dormido escasas horas por ir a bailar a la matiné del domingo. Se me vino patente a la memoria emocional la vergüenza que sentí aquella vuelta bajo la mirada punzante de las tragas del curso sobre mi perfil malo, y en eso caigo que el tipo me está apuntando con el dedo y me está hablando a mí, directo a la yugular.—¿Vos creés en Dios? ¿Vos tenés fe? — me increpa, totalmente sacado.
—Yo con mi fe en Dios tengo mi arreglo particular — le escupo, ansiosa pero triunfal. —¿Por qué? ¿Acá hay algún derecho de admisión, acaso?
Listo. Dios lo hizo pisar el palito a media hora de haber empezado. Se le inflaron las venas del cuello, se le encendió la pelada y empezó a citar a los profetas, desde los del Antiguo Testamento, pasando por el papa Francisco, hasta los del Apocalipsis - si es que los hay - espetando las eses por entre sus incisivos al nombrar lo que a estos fundamentalistas posmo disfrazados de corderos les encanta alimentar: el demonio. Decía cosas como que era el demonio el que nos atormentaba con nuestras emociones negativas, y que era a ese a quien teníamos que vencer retornando al amparo de la luz de Dios que sólo brinda la fe que tenemos que tener. El abuso del imperativo a esas alturas me hizo carraspear.
Basta para mí, me dije, sin perder la compostura y sin siquiera retrucar. Le tiré una sonrisa al mejor estilo Sordetti, me puse de pie y lo dejé clavado en el bar como la mejor. Todo esto sin dudar y sin temblar, lo cual ya es todo un logro para una ansiosa asumida y crónica, convengamos. Y cuando llegué a la esquina de ese bar de morondanga entendí aquello otro, que también leí en alguna parte: un razonamiento puede estar equivocado pero una emoción, jamás. Me di media vuelta, miré a los ojos a aquella adolescente pizpireta que supe ser en aquel glorioso 85 y la invité a desensillar conmigo en algún otro bar.