Revista Diario

Con la muerte en los talones

Publicado el 17 octubre 2011 por Lamalavida
Con la muerte en los talonesLa vida del padre separado es como una película de Hitchcock, toda ella puro suspense y emoción, yupi, yupi... Tras quedarme en la calle, con la tarjetas de crédito bloqueadas, sin acceso a mis cuentas bancarias y, de paso, sin poder tocar los menos del mil euros que cobraba en concepto de paro cada mes, ya que, por desgracia para mí, me lo ingresaban en una de esas cuentas misteriosa y sorpresivamente perdidas, me vi en la puta calle, hecho un sin techo total y un pre-mendigo. Mi única no-posesión era el coche que, como ya intuía, no era mío, sino para uso y disfrute de mis hijos, junto con la casa y todo lo demás. Cosa que, dicho sea de paso, me pareció perfecta.
Lo que no me lo pareció tanto fue el repentino castigo que estaba recibiendo, absolutamente desproporcionado, a mi entender. Vale que yo haya sido un mal marido, un tipejo que cogió los bártulos y se fue, pero de ahí a condenarme a la indigencia, hay un trecho. No sé cómo uno llega a sentirse tan superior, tan en su derecho, tan cargado de razones para, deliberadamente, despojar a otro ser humano de lo imprescindible, al punto de colocarlo al borde de un peligroso precipicio.
Reconozco que me sentí con La muerte en los talones en aquellos días, un perro callejero más, apaleado y receloso al extremo del género humano _Homo homini cabronis_, entrando en una paradójica espiral de profundo asco por el dinero _al comprobar, en mi persona, las ignominias y saqueos que podían llegar a hacerse por tenerlo, con las más nobles intenciones, eso sí..._ y de necesidad absoluta de él, ya que, en la catacumbas de mi huérfana cartera no quedaba ni para pagarme una pernocta en la pensión más cutre que se pueda imaginar.
Tuve que dormir, al menos una noche, dentro del coche, no sin antes haber dado cuarenta vueltas en el intento de hallar un lugar seguro y discreto para hacerlo en la calle, porque, justo es decirlo, tocado en lo más profundo por la pesadilla que estaba viviendo, me entró un miedo del carajo, casi paranoide, porque a mi mente, que iba de hito en hito y no lograba digerir lo que estaba sucediendo, le dio por pensar que el mundo entero de havía vuelto loco y contra mí, que había llegado el fin de los días _al menos de los míos, sí_ y que el mundo se había poblado de demonios, dispuestos a acabar con el último y mayor gilipollas vivo, o sea, yo.
Acojonado hasta lo inconfesable, metí el coche en un parking de pago y me acurruqué en las profundidades de los asientos para dormitar unas horas y no ser detectado por el ángel exterminador. A la a mañana siguiente, gasté cinco euros que ya no tenía en abrir una cuenta en otro banco, para que el INEM me ingresase el paro fuera de la codicia ajena. Y me fui, acorbadado y con el rabo entre las piernas, a casa de una gran amiga _la única en aquellos tiempos tristísimos_, la misma que, por razones de ésas aparentemente kafkianas que después resultan tener sentido, compartió conmigo los días previos y posteriores a mi infernal separación. Dos proscritos que juntó la necesidad, pues ella huía de una relación de malos tratos y yo huía del esperpento de mí mismo como marido. Nos ayudamos mutuamente. Le di cobijo y me lo devolvió por centuplicado, cosa que, como suele suceder, desde fuera se interpretó como vicio y fornicio, con lo que la versión oficial es que yo me había fugado de mi ex casa con una pelandusca...
Parece imposible, pero sucedió así. Lo juro por Hitchcock.
Cualquier parecido con la ficción es mera coincidencia.

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