Revista Diario
Esa mañana abrió los ojos más temprano de lo habitual. Su nieto llegaría con el primer avión desde el continente y después de varios meses aguardando su visita, cada minuto se convertía en horas. Ataviada con un gran sombrero de paja y guantes, pasaba las horas matutinas enfrascada en su labor; sin prisas, calmada, consciente de que a su edad no podía cometer los excesos que, antaño, realizaba con algo más de brío.Sus más de ochenta años no impedían que, entre palas, regaderas y flores, pasara su tiempo embelleciendo su jardín día a día.Las gotas de sudor perlaban el rostro de la anciana que, feliz, cuidaba con esmero y dedicación del pequeño jardín de su casa. Entre rosas de Sharon, pentas, orquídeas y demás flores de brillantes colores, su reloj de pulsera se negaba a rodar tan rápido como ella deseaba en ese momento. Los años dejaban su impronta y la soledad que la acompañaba desde la muerte de su marido mermaba su ánimo. Con el transcurrir de los días era más fuerte su deseo de reunirse con el amor de su vida. Sólo la alegría que la invadía al saber que su nieto iría a verla, enardecía su nostálgico corazón.
– ¡Abuela! –Aquella voz desde la verja le sonó a música celestial– ¡Ya estoy aquí!Soltó la pala con la que estaba haciendo hoyos en la tierra del jardín y, a paso ligero, se dirigió hacia la verja. – Jimmy. ¡Cuánto tiempo sin verte! –abrió la puerta y lo recibió con los brazos abiertos. – Solo unos meses. No ha sido tanto tiempo. ¿Cómo estás? Te veo tan guapa como siempre. –Una que se conserva bien... –rieron a la vez – Tú has hecho un pacto con el diablo. Confiésalo… no se lo diré a nadie. –Tú sí que estás guapetón, jovencito –apretaba los mofletes del joven como si de un bebé se tratara. La felicidad, en ese momento, brotaba, como agua que emana de la tierra, por el rostro de la mujer. –Algún día me lo contaras. Te he traído un regalito. Espero que te guste. –No tenías que molestarte. Con tu visita me basta. –Pero yo quería hacerlo –abrió la bolsa de mano que llevaba consigo y extrajo un pequeño paquete–. Toma. –A ver, a ver –Betty movió la caja envuelta en un bonito papel rosado. Despacio iba despegando los celos que cerraban el regalo. –Puedes romperlo. No es necesario que tengas tanto cuidado. Déjame a mí –intentó ayudarla pero ella no le dejó. –Esas manos quietas –con suavidad, golpeó las manos de Jimmy–. Esto es un ritual y hay que hacerlo bien. ¡Semillas de flores! –Descubrió lo que era al abrirlo después de cumplir con su ceremonial proceso–. Muchas gracias, hijo. Me encantan. –Lo sé, abuela. Por eso he querido traértelas. Aunque no sabía si tendrías de estas. –No. De estas no. –¿Te ayudo a plantarlas? –No es necesario. Deja aquí tus maletas –apenas dos de ellas le acompañaban en ese viaje– y ven conmigo al jardín. En el frigo hay limonada casera fresquita. Sírvete tu mismo y refréscate. No se hizo de rogar y con un vaso grande de limonada que su abuela había preparado con el alba se dirigió al jardín donde ella ya había empezado a preparar el terreno para sembrar las nuevas semillas.
Una hora más tarde Jimmy, aburrido de ver cómo se desenvolvía su abuela en el pequeño jardín, se dirigió hacia el garaje de la casa. Allí guardaba su tabla de surf. Revisó que estuviera tal y como la dejó la última vez que visitó la isla y cargó con ella hasta la casa dejándola apoyada en la puerta de entrada para despedirse de Betty. –Abuela –la anciana aún seguía con sus plantas–, voy a la playa a ver si cojo alguna ola. –Muy bien, hijo, pero ten cuidado. –le habló sin mirarle, levantó la mano para despedirse. –Adiós. No estés mucho tiempo más al sol –con las mismas, se dirigió hacia la playa en la vieja camioneta de la abuela. –Adiós, hijo.
La tarde no podía ser más propicia para el surf. Conforme iba llegando a la orilla observaba cómo el rizado Pacífico lanzaba sus olas, no muy grandes, hacia la orilla. No lo dudó y, quitándose la camiseta que llevaba puesta, se abalanzó sobre el agua. Remó con fuerza, para llegar hasta la ola que, a toda velocidad, se aproximaba a la playa. Su impaciencia por practicar el deporte que más le apasionaba, le impidió ver que esa ola ya tenía dueño. Del tubo de la misma salía otro surfista que no logró eludir el obstáculo por lo que ambas tablas chocaron en el agua. –¿Es que eres imbécil? –Increpó el surfista que salía de la ola, Eddy, cuando llegaron a la arena– ¿No has visto que la ola era mía? –Os creéis que por vivir en la isla el océano es vuestro –respondió Jimmy alterado.– No digas estupideces. Nos podrías haber matado a los dos. ¿O es que no te das cuenta?– No exageres, ha sido un accidente. – Un accidente, dice. Antes de entrar a la ola, asegúrate que no hay nadie antes que tú, amigo. – ¿Me estás dando lecciones a mí? – Preguntó mientras se señalaba con el pulgar a sí mismo– Yo no soy tu amigo. –Ten más cuidado la próxima vez. Actuaciones como la tuya pueden conllevar malas consecuencias. –Lo que tú digas –se marchó sin pedir perdón por el fallo cometido. Perplejo ante semejante energúmeno negó con la cabeza lo que acaba de suceder sin dejar de mirar su marcha. –Bestias como ese empañan este deporte. Deberías estar acostumbrado a tratar con gente así –le habló Gorka, otro surfista amigo de Eddy, acercándose por detrás después de presenciar la disputa entre ambos. –Pero, ¿tú has visto lo que ha hecho? –solo recordar lo sucedido encolerizaba aún más al muchacho. –Sí. He visto el golpe. Estaría desesperado por coger una buena ola y no se percató de que estabas tú. Trató de calmar los ánimos, después de todo no había pasado nada que lamentar salvo la abolladura de la tabla. –Mejor olvidemos lo ocurrido y vayamos a por un par de cervezas– el surfista agredido necesitaba salir de allí cuanto antes. – Pagabas tú, ¿no?
DICIEMBRE HAWAIIANO, ESE MISMO AÑO.
La imagen que se proyectaba en los cristales de sus gafas de sol atrajo su atención. A unos metros de distancia, salía del agua, como sirena emergente de las profundidades marinas, eclipsando la belleza derramada en aquellos parajes. Los rayos oblicuos del sol incidían sobre su espalda lo que le impedía ver su rostro con claridad. No podía reconocer quien era la portadora de aquel cautivador cuerpo que instantes antes escondía el Pacífico y que ahora, recortada sobre un álgido sol, se dirigía hacia él. Cercana a su posición, aunque aún distante, creyó reconocerla. Desechó pronto la idea. Sería más que una casualidad que la chica que estaba delante de sus ojos fuera aquella que rescató de un funesto cautiverio. “¿Qué iba a hacer ella en Hawaii?” pensó sin dejar de observarla. Ni una alineación de planetas conseguiría materializar aquella obra de un azar caprichoso. Y que se encontraran en aquellas mismas lindes ya no sería casualidad sino la mano del destino. Se levantó veloz de la toalla donde estaba tumbado tomando el sol. Se quitó las gafas y con total descaro clavó sus ojos en el cadencioso contoneo de aquella figura que andaba sobre la arena. –¿Lucía? –preguntó alzando la voz. Sorprendida al escuchar su nombre, la chica quedó paralizada como una estatua de sal deteniendo su caminar. Miró hacia donde provenía el sonido que arrastraba su nombre. La lejanía y su miopía se confabularon evitando que pudiera discernir quien podría conocerla en aquella isla. Los aspavientos que aquel hombre dibujaba en el aire, confirmaron que había escuchado bien, sin embargo, tenía que comprobar que era a ella a quien llamaba antes de dirigirse a él y pudo ver que por ningún flanco había nadie que respondiera a las señales. –¿Lucía? –volvió a insistir en su pregunta anterior– No me lo puedo creer –se acercaba acelerando sus pasos y sus retinas confirmaban que era ella. No cabía duda–Disculpa. Pero… –continuaba secándose la cara con la toalla que había cogido instantes antes mientras mantenía sus ojos clavados en aquel desconocido. –¿No me recuerdas? No me extraña. La última vez que nos vimos no estabas para hacer amigos. – Ayúdame a recordarte. Sácate del anonimato para mí, anda. – Soy Gorka Alcorta. El que… –¡Otras! claro que sí. Ahora me acuerdo de ti. Me rescataste de aquel barco inmundo. –¡Ese soy yo! ¿Qué haces por aquí? No habrás venido navegando tu sola ¿verdad?Rieron a la vez con sonoras carcajadas. –No. Creo que no volveré a cometer esa osadía. –Ven, sentémonos allí –ofreció señalando donde tenía sus cosas –¿Cómo te va? –No puedo quejarme. Me va muy bien. Trabajo como diseñadora de joyas para una firma consolidada en España pero ansiosa de introducirse en nuevos mercados y Hawaii es uno de ellos. –Eso suena bien. –Lo es. He venido para presentar mis diseños y conseguir clientes importantes en esta zona. –Espero que lo consigas. ¿Cuándo has llegado? –Llegué ayer. Desde el hotel se ve esta maravilla de playa y bajé a darme un baño. ¿Qué te trae a tí por aquí?– Unas ganas locas de divertirme lejos de lo cotidiano. He venido para La Triple Corona de Surf. –¿Eres surfista?–Soy un aficionado. No compito, pero me gusta verlo en directo. Es una gozada. –¿Se puede ver la competición desde aquí? –señaló con el mentón hacia el mar. –No. Se celebra en la costa norte. Las mejores olas están en Wainea Bay. –Pues yo te veo más como motero, en el campeonato ese de motos de Jerez, ¿cómo se llama? –arrastró las últimas letras mientras levantaba sus ojos cerrados al cielo intentando recordar. –El Gran Premio de Motociclismo de España –Lucía asintió sonriendo–. No hay problema para compaginar las dos cosas. Las motos también me apasionan. –Ya sabía yo que eras un motero –apostilló ella
Desvió su mirada hacia el mar. Durante la conversación, mantuvo su atención plena en los ojos de ella. No podía evitar recordar la última vez que la vio; consternada por todo lo que había vivido en aquel cautiverio infernal, aferrada a sus brazos como un náufrago a una tabla flotando en el mar. Sin embargo, ahora, rezumaba vitalidad, alegría y belleza. Sobre todo belleza. –Debo marcharme. En una hora tengo reunión –se levantó sacudiéndose la arena–. Me ha encantado volver a verte. Jamás hubiera imaginado que te encontraría en Hawaii. –Es una inmensa casualidad. ¿En qué hotel te alojas? –se irguió a su lado para despedirse. Su altura superaba bastante a la de ella. –Estoy en el Hilton Hawaiian Village.–¿En serio? Yo también. Definitivamente, no era una casualidad. –Me alojo en una de las suites del ático. –Chica, ¡qué nivel! Yo con una de las habitaciones sencillas me conformo. Se despidieron con un beso en cada mejilla. No pudo evitarlo. Sus ojos seguían el mismo cadencioso caminar de ella sobre la arena que cuando salió del agua. Un instante después Gorka la llamó antes de perderla de vista.–Lucía –gritó para detenerla mientras corría hacia ella– ¿cenamos esta noche? –lanzó su pregunta al aire, aún no había llegado junto a ella. –Claro. Quedamos a las ocho en el restaurante del hotel –su respuesta fue inmediata y una gran sonrisa iluminó su rostro. Gorka alzó su pulgar derecho confirmando la hora. La joven diseñadora de joyas retomó su regreso al hotel bajo la atenta mirada del detective.–Aloha, preciosa –fueron las últimas palabras del detective aunque no llegaron a ser escuchadas por la persona que las inspiró.
En las últimas horas de luz de la tarde, intrépidos surfistas tumbados sobre sus tablas braceaban en el mar, deseosos de alcanzar la cresta de la ola que se elevaba sobre la turquesa planicie de las aguas del Pacífico. En pocos días empezaría la competición más importante del surf y decenas de ellos acudían a aquellas aguas para ganarla. La pared de agua comenzaba a elevar las tablas, algunas de ellas, sumergiéndose, evitaban el rompiente. Pero una, la conducida por Eddy McGullen, quedó atrapada en el tubo de la gigantesca ola, sin que el surfista estuviera preparado sobre su tabla. “Algún día tendrás problemas serios por enfrentarte así a las olas” pensó Gorka desde la orilla. Sin ningún esfuerzo, la ola revolcó el cuerpo y la tabla entre espuma y arena. –¿Qué diablos haces? –siseó desde su posición. Aquello no era lo normal en Eddy. Siempre daba buenos espectáculos sobre las olas. El detective no daba crédito a lo que captaban sus ojos. Eddy McGullen, uno de los mejores surfistas del mundo era sepultado por el agua sin que él luchara contra la fuerza del mar. Aquella actitud tan pasiva era más propia de un suicida que de un amante del surf. Se levantó raudo y corrió hacia la orilla mientras observaba como su cuerpo era vapuleado por la fuerza del agua. – ¡Eddy! –Gritó en su desesperación–. Levántate, amigo.
El cuerpo del surfista yacía inmóvil sobre la arena. A escasos metros, unida por la cuerda que llevaba atada al tobillo, descansaba la tabla con la que tantos campeonatos había ganado. Ahora, nada de lo que pudiera decir o hacer, podría cambiar lo que había presenciado en medio del estupor. Tras varios intentos infructuosos de reanimarle se volvió hacia el agua. ¿Qué había pasado allí dentro para que el océano le devolviera un cuerpo sin vida? Sentado sobre la arena escuchaba el murmullo del mar. Aquella quietud invadía los sentidos pero su mente comenzaba a hervir buscando respuesta a la única pregunta que navegaba por su cerebro: ¿por qué? Solo el murmullo de las personas que se acercaron para interesarse por lo sucedido rompía el silencio sepulcral que se adueñó de la playa con la última ola.La tímida claridad que anunciaba la incipiente caída del día, despedía el coche forense donde el cuerpo, aún caliente, de Eddy era transportado hasta la morgue. Las luces del vehículo se desvanecían por la carretera, mientras entraba por la puerta del hotel. Se encaminó hacia los ascensores, abrumado por lo sucedido.
Las agujas del reloj de Lucía marcaban, con sorna, las nueve y media de la noche. Enojada y sin la menor gana de seguir esperando en el restaurante, salió como alma que lleva el diablo hacia las escaleras. Distraída buscando la llave de la habitación en el bolso, un choque frontal la detuvo en el acto. Levantó la cabeza dispuesta a soltar toda la furia que llevaba dentro. –Pero es que no ves… –se detuvo al comprobar que era Gorka. Su entrecejo fruncido delataba su ánimo.–Lucía –siseó despacio Alcorta recordando de pronto que había quedado con ella para la cena–. Lo siento. Ha ocurrido algo horrible en la playa. Uno de los surfistas se ha ahogado. – ¡Dios Santo! Eso es horrible. ¿Qué ha pasado? –preguntó más calmada. Relató todos los hechos tal y como él los vio desde la orilla. –¿Sabes? No creo que fuera un accidente y tampoco un descuido de Eddy. –¿Conocías al surfista? –Sí, desde hacía varios años. Coincidimos una vez en el campeonato y desde entonces somos buenos amigos. Bueno, éramos –sus ojos denotaban la enorme tristeza que sentía el detective. –¿Qué te hace pensar que no fue un accidente?–No lo sé. Pero no me cuadra. Durante la noche, le harán la autopsia. A primera hora sabremos lo que pasó realmente en el agua. Siento lo de la cena. He estado en la playa toda la tarde…–No te preocupes por eso. Lo sucedido es más importante que una cena. Estaré por la isla un par de semanas más. Tendremos tiempo de cenar, almorzar o lo que sea.–Gracias por comprenderlo. Voy a ducharme y descansar. Espero que mañana sea otro día… mejor –alicaído llamó al ascensor. –Lo será, estoy segura de ello. Con un tierno beso en la mejilla de Gorka se despidió.
El sol, renuente a abandonar su letargo abisal, lanzaba vagas centellas hacia cualquier confín postrado a sus pies. Gorka conducía despacio entre los claroscuros reinantes en la carretera por el efecto de los primeros rayos y las luces del vehículo. Llegó al aparcamiento donde estacionó el coche y acompañado durante todo el viaje por sus elucubraciones que martilleaban en su mente desde la fatídica tarde en la playa, entró en la morgue.El inconfundible e intenso olor que se respiraba en la sala de autopsias trajo a la memoria del detective sus viejos recuerdos de policía. Circunspecto, se dirigió hacia el patólogo, de espaldas a él. –Buenos días, Marc –saludó sin más adorno que su voz en aquel recinto cerrado. Marc Almansa y Gorka Alcorta eran amigos desde la infancia. Fueron inseparables hasta que cada uno decidió el camino que tomaría su vida. Marc se hizo forense y tras un desengaño amoroso, optó por poner tierra de por medio, en este caso mar, y lanzarse a la aventura de vivir en Hawaii. Mientras, Alcorta fue policía hasta que abandonó el cuerpo para dedicarse a la seguridad privada. Aunque esta separación no provocó que entre ellos se perdiera la amistad. –Buenos días –respondió ladeando la cabeza–. Alcorta, amigo. ¿Qué te trae hasta las islas? –un abrazo los envolvió de nuevo en la calidez de la vieja amistad.–He venido para la Triple Corona. McGullen, el surfista muerto en la playa era amigo mío. ¿Tienes los resultados? –su tono no cambió un ápice, en consonancia con el lugar. –Sí. Los tengo. Y he de confesar que me han sorprendido bastante. ¿Tenía enemigos?–Era una gran surfista y magnífico persona. Imagino que varias decenas de competidores lo tendrían en poca estima. Amén de diversas envidias por todos los premios cosechados. ¿Por qué lo dices? –He encontrado varias sustancias que no entrarían en el organismo de manera accidental. –Ve al grano, por favor –el comentario del forense aseveró sus vaticinios –Tenía varias hemorragias internas, sufrió taquicardias, llegando al paro cardíaco. –¿Fue envenenado? –cortó tajante –Así es. Oleandrina, Gentiobiosil oleandrina, oleandrigenina, deacetiloleandrina y muchos más. Estas sustancias a dosis muy, muy bajas son medicinales, pero si se emplean a niveles un poco elevados resultan letales. Tanto que en veinticuatro horas, no quedaría una célula viva en el cuerpo del portador. Y los hallados en él –señaló con el mentón hacia la mesa donde aún se encontraba el cuerpo ahora tapado– son muy elevados. Creo que el que lo hizo amasaba la idea de que muriera rápido. –¿Podemos saber de dónde procede tanto veneno? –Sí. Adelfa. Una planta poco común por las islas. No es autóctona de Hawaii. –¿Me estás diciendo que el que lo envenenó trajo la planta de fuera con la intención de matarlo? –su pregunta quedó contestada con un leve asentimiento de cabeza por parte del patólogo.Respiró hondo, tratando de asimilar todo lo que acaba de escuchar. –Gracias, Marc. Y por favor…–Tú no has estado aquí, no te preocupes por ello –su amistad y complicidad nunca tuvo fecha de caducidad. –Adiós Marc. Después de esto, –alzó la carpeta que acaba de pasarle su amigo– me alegra verte bien. Antes de marcharme tenemos que vernos.–Por supuesto. Abandonó el edificio negando con la cabeza las nuevas noticias.
Entró en su habitación imbuida aún en la última reunión que mantuvo con unos posibles clientes en las islas. Dejó su portátil y el maletín encima de la cama, y caminó despacio hacia la ventana. El sol del mediodía esparcía su luz mientras alargaba sus tentáculos a todos los rincones. Todo estaba en calma. Nadie adivinaría que en ese estanque de paz, meses atrás, un tsunami arrasó todo cuanto hubiera a su paso.Varios golpes en la puerta, con rítmico sonido, la despertaron de sus cavilaciones. Abrió la puerta al mozo del hotel que le hacía llegar un sobre. Agradeció la entrega y cerró sin más. Extrañada con el sobre recibido en la mano, levantó la solapa y extrajo la nota que contenía.
Me gustaría compensarte por mi ausencia de anoche en la cena.Te recojo a las cinco en el hall del hotel. Será una sorpresa.Espero tu confirmación. En el dorso está mi número de teléfono.Un beso. Gorka.
Tras una mañana difícil carente de resultados positivos, aquella imprevista nota dibujó una delicada y, a la vez, feliz sonrisa en el rostro de Lucía. Sin dejar de leer las escasas líneas escritas en el reverso de una tarjeta de visita del detective, buscó su móvil en el bolso y aceptó la invitación.
Quince kilómetros más al nordeste, a una velocidad demasiado lenta para avanzar, un utilitario recorría la carretera de Pali, en Oahu. Oteó en el horizonte la mayestática cordillera de Koolau que, vestida del intenso verde tropical de las islas junto con el ulular de los vientos alisios que soplaban procaces, almibaraba, en débil intento, los desconcertantes resultados de la autopsia cargados de estupor. Si mientras intentaba devolver a la vida el cuerpo de Eddy dudó de lo que sus ojos le estaban diciendo, ahora ya lo tenía claro. Había sido asesinado. También tenía la absoluta certeza de que encontraría al que había cometido tan horrendo crimen. Su móvil vibró en su bolsillo. Odiaba cuando en medio de la nada sonaba estridente. Sin mucho interés, abrió el mensaje que había recibido. Ok. Nos vemos luego. Lucía.
Después de todo, era posible que el día tuviera un buen final. Tenía una sorpresa preparada para ella y confiara en resarcir su plantón de la noche anterior con un buen sabor de boca.
Acomodado en uno de los sillones del hall del hotel esperaba la llegada de Lucía. Aunque no lograba entender el motivo de ello, la ansiedad le empezaba a embargar. Recordó la tarde en que se reencontraron en la playa, las gotas de agua que resbalaban por su piel… sacudió la cabeza de un lado a otro recriminándose por lo que empezaba a rondar por su mente. No quería permitírselo. Durante los últimos años se mantuvo inmune a los encantos de cuantas chicas intentaron cazarlo. Solo se permitía el goce de una noche. Su última relación acabó con sus creencias de que la felicidad existía para todos por igual. Pero esa fortaleza se quebraba por momentos un poco más. El recuerdo de aquella mujer empapada lapidaba su voluntad férrea hasta ese momento. Su mente reaccionaba y su cuerpo… también.No tuvo que esperar mucho más, Lucía se aproximaba hacia donde estaba él. Sus pasos eran lentos aunque decididos. Una amplia y generosa sonrisa acompañaba su camino. –Buenas tardes, ¿cómo estás? –preguntó al llegar hasta él. –Bien… o mejor dicho, todo lo bien que se puede estar después de visitar al forense esta mañana –obvió comentar el tema que hasta hace unos minutos ocupaba su mente. –¿Tienes los resultados? –Sí. Te lo comento en el camino Intentaría evitar la conversación, aquella tarde sería sólo para ellos dos. –De acuerdo, ¿dónde vamos? –Te dije que sería una sorpresa. No te diré nada hasta que lleguemos al sitio. ¿Qué tal tú mañana?–Bueno, podía haber ido mejor. Creo que me costará un poco más convencer a los clientes con los que me he reunido hoy. – Seguro que lo consigues.
Caminaron por la arena de la playa hasta llegar al muelle cercano al hotel. – ¿Seguro que este es el sitio? ¿Un picnic en la playa?– No nos quedaremos en la playa. Confía en mí.– Me salvaste de una muerte segura cruzando medio mundo. Confío en ti. Pero me extraña el lugar. –Haces bien en no confiar en lo que no ves. Pero te aseguro que lo que verás en un momento te sorprenderá. Las tablas del muelle crujían bajo sus pies, al final una embarcación diferente a lo acostumbrado abría sus entrañas para ellos.–Aquí es –dijo Gorka mientras la rodeaba por la cintura para atraerla hacia el lugar indicado.–¿Aquí? Yo no entro ahí, si no me dices lo que vamos a hacer. –aunque confiaba en él, aquello era completamente desconocido para ella y le asaltaron viejos y lacerantes recuerdos. Alcorta pudo comprobar que la expresión de sus ojos se tornó distinta, ahora el pánico la invadía y entendió perfectamente su reacción. –Quería darte una sorpresa, pero no pensé que podría suceder esto. Por favor, confía en mí y verás cómo no es lo que crees –rogó con ojos suplicantes. Agarrada a su mano con fuerza, entró en la nave que estaba esperándolos. –Te presento al capitán de abordo, Richard Clark –Lucía aceptó la mano que le tendía– Él nos mostrará la belleza de un mundo desconocido para muchos. –Encantado de conocerla, por fin, señorita Siscar –sabía de antemano su nombre– ¿Ha tenido ocasión alguna vez de ver ballenas en su medio natural?–Un placer, capitán. Nunca las he visto. –El mundo submarino es fascinante, Lucía, –comentó Gorka– seguro que te encantará verlo –con una mano la invitó a sentarse frente a una ventana.El capitán tomó los mandos del submarino y poco a poco la nave comenzó a sumergirse en los dominios de Neptuno.Lentamente, la fulgurante luz del sol empezó a transformarse en la nebulosidad propia del fondo marino desgarrada, mientras iban descendiendo, por la luz que desprendía los focos de la nave. La pareja tomó asiento por el centro de la nave acondicionada con grandes ojos de buey para poder disfrutar de la belleza natural de la fauna pelágica. Grandes bancos de peces de brillantes colores nadaban, sin miedo, cerca de las redondas ventanas. –Esos son los Humuhumunukunukuapuaa –comentó el capitán en su acostumbrado discurso turístico. –¿Humuuu… qué? –Intentó repetir la palabra escuchada, pero le fue inútil retener en la memoria todas las letras– Creo que el hawaiano no será fácil de aprender. –Puede resultar complicado –apostilló Gorka– pero sólo es ponerse. Yo lo he intentado alguna vez y al final… desistí. –¿Qué es eso que se escucha vagamente? Es como un quejido, un lamento –aquello era nuevo para ella–No exactamente. Lo que oyes es una canción. Las ballenas jorobadas son grandes cantantes. Sus melodías pueden escucharse desde veinte millas de distancia, por eso puedes escucharla pero no verla –argumentó el capitán.–Conforme nos adentremos, la escucharemos mucho mejor. Puede durar hasta veinte minutos una sola melodía. Esperemos que el cetáceo no se canse y nos permita verlo –concluyó el detective. Junto a ellos, preciosas estructuras de coral de diferentes colores y formas ornamentaban, elegantes, el suelo oceánico. Rodeados de tortugas monjes, delfines y demás fauna autóctona contemplaban absortos el paisaje rico y enigmático que se extendía sin límites. Tan pegado a ella como la arena del mar al agua, mientras compartían la misma ventana, el suave olor de su perfume taladraba sus sentidos. Volvía a suceder. Su cuerpo se declaraba en absoluta rebeldía contra su mente. Mientras ésta decía que no, el primero no cesaba en su empeño de desear acariciarla. Tenía que desistir de ello. Con ella todo era diferente. Ante él había una mujer para amar y sobre todo respetar. Ella merecía mucho más de lo que él podía ofrecer.
El tour llegaba a su fin. Emergía la nave tan lenta como se sumergió al principio mientras buscaba la estratégica posición que Gorka le solicitó al capitán. Frente a ellos, el sol empezaba a caer plácidamente sobre su lecho acuático. Sus rayos, cada vez más débiles, apagaban despacio la luz que durante doce horas mantuvo viva la frenética actividad de la isla. Las sombras de las montañas alargaban el infinito horizonte. Las turquesas aguas mansas tornaban su color a suave ambarino. A una distancia que se perfilaba lejos aunque no demasiado, pudieron observar el coletazo de una ballena. Aquella que minutos antes entonaba raras melodías surcaba los fondos hawaianos hasta el momento de partir de nuevo hacia Canadá.Envuelta en ese espectáculo de color, luces y sombras, pasó su mano por detrás del codo izquierdo del detective quedando enlazados mientras depositaba, suave, la cabeza en su hombro. Gorka cerró los ojos al sentirla. Su piel se erizaba y confiaba en que ella no lo notara o perdería la confía que ella depositó en él.
–¿Puedo hacerte una pregunta? –habló Lucía mientras abandonaban el muelle.Caminaban descalzos por la orilla sobre la húmeda arena.–Puedes. –¿Cómo sabía el capitán mi apellido? –Digamos que tuve que decirle que eras una persona muy especial para mí y necesitaba algo más privado como regalo sorpresa.–Pero eso te habrá costado mucho más. –Uno tiene amigos donde jamás los imaginaría. Llevo varios años viniendo y sumergiéndome con él en el Pacífico. –¿Soy especial para ti? –directa y franca a sus ojos, esa pregunta lo desarmó. Una sonrisa y un leve contacto visual fue lo que obtuvo por respuesta, aunque su silencio dijeron más que sus palabras.
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