Revista Literatura

Cupido se fue a cuenca

Publicado el 11 agosto 2015 por Kirdzhali @ovejabiennegra
Cuando Cuenca se lo propone puede ser más fría que el Chimborazo.

Cuando Cuenca se lo propone puede ser más fría que el Chimborazo.

Gregor es un belga que vino a Ecuador para buscar lo que no se le ha perdido y por eso halló el amor.

Cuando lo conocimos, mis amigos y yo llevábamos suficiente cerveza dentro como para escuchar maravillados cualquier clase de relato, sin embargo, el de Gregor en realidad era fascinante: había sido guía turístico en India y Nepal, donde decenas de europeos liderados por él cruzaron montañas heladas y sobre todo ciudades fantásticas en busca de una espiritualidad que, en Occidente, desapareció incluso antes de que Alejandro Magno cortara el nudo gordiano en el año 333 a. C.

Con erres guturales y acompañado de una canción de rock de cuyo nombre no quiero acordarme, el exguía nos dijo que todo termina por volverse aburrido, de manera que abandonó su trabajo para buscar a su hermano, quien, incomprensiblemente, había recalado en un país sudaca con nombre de línea imaginaria. Aquel estaba casado con una cuencana, asumiendo el rol de “gringo” – para los ecuatorianos cualquier rubio que habla raro es estadounidense – por culpa del amor.

Como Cuenca tiene cuatro ríos, usted podrá hallar muchos puentes (incluso uno roto).

Como Cuenca tiene cuatro ríos, usted hallará muchos puentes (incluso uno roto).

En este punto de la historia, nuestra noche de bohemia en Cuenca empezaba a despegar. Tal vez por eso, el chapuceado español de Gregor tuvo mucho más sentido, aunque fue imposible comprender por qué su hermano fue a la capital azuaya en primer lugar.

Lo que sí quedó claro es que Cupido tiene acento morlaco, pues él también, mientras buscaba la casa de su cuñada, cayó perdidamente enamorado de una cuencana, a la que nos presentó orgullosa y fotográficamente a través de su iPad.

El anfitrión de la noche, mi amigo riobambeño, que por arte del Cupido morlaco también se ha nacionalizado azuayo, dijo en aquel instante que era momento de levantar anclas y marchar hacia un nueva discoteca.

Gregor nos acompañó y en el camino, siguió hablándonos de sus viajes, mientras yo me preguntaba cómo sonaría el acento cuencano con erres guturales.

Lo cierto es que las crónicas de viajes siempre empiezan con descripciones de paisajes o construcciones arquitectónicas, pero creo que igual que no se va al Serengueti para escribir un libro sobre la Embajada de España en Dar es – Salaam, lo adecuado es ocuparse de la fauna salvaje – la tipología humana más excéntrica –, refugiada en la vida nocturna y que rara vez se expone a la luz del sol, toda vez que ella resume las pulsiones y la idiosincrasia de cualquier sociedad.

Hasta aquí nos trajo la Zoociedad...

Hasta aquí nos trajo la Zoociedad…

Precisamente, nuestra “troupe”, guiada por el tambaleante riobambeño azuayo, se dirigió a una discoteca alternativa a orillas del río Tomebamba, cuyos dueños han decidido jugar con las palabras “sociedad”, “suciedad” y “zoo” – “zoológico” en inglés –, bautizándola con el nombre de “Zoociedad”. El guiño habría sido mejor recibido por todos, si no hubiésemos estado preocupados por ingresar sin rompernos la nariz, ya que era necesario saltar una baranda y cruzar un caminito de piedras y tierra húmeda antes de llegar a la entrada, casi en el río.

Dentro, una combinación de rock, cumbia, hip – hop y salsa nos sacaron de la modorra alcohólica. Gringos – estadounidenses o no –, colombianos, cuencanos, quiteños y guayaquileños se mezclaban formando una masa humana que chasqueaba los dedos, agitaba los brazos o se movía frenéticamente al son de “Sex Machine” o “Cali Pachanguero”.

Nuestro gringo particular, Gregor, saludaba con todos como si fueran viejos amigos e incluso nos presentaba en Zoociedad, acaso porque Cuenca, desde hace muchos años, es más cosmopolita que Quito o Guayaquil.

En la caja de Zoociedad, cuando se acerque a pedir una cerveza, encontrará admoniciones como esta...

En la caja de Zoociedad, cuando se acerque a pedir una cerveza, encontrará admoniciones como esta…

Conseguimos de milagro una mesa, sin embargo, esta parecía un búnker adosado a la pista de baile, dentro del que era tan difícil ver como ser visto. Por lo mismo, si se pretende disfrutar del ambiente, la única opción que resta es ponerse de pie y usar la mesa para que descansen las chaquetas y las botellas de cerveza.

Por donde se mirara, surgían espíritus poseídos por Stevie Wonder y frecuentemente grupos de hombres solos que se filtraban entre las parejas tratando de pescar a río revuelto. Por cierto, nunca vi a ningún sujeto salir victorioso en semejante trance, pero la perseverancia, aunque sea por estadística, debe rendir frutos algún día.

Gregor se había acomodado en un sofá y conversaba con el más ebrio de nuestro grupo. Alcancé a oír que hablaba de su novia y de la sociedad demasiado conservadora de Cuenca, al tiempo que, a menos de dos metros, un par de chicas se daban besos franceses con olor a pachuli.

La Compañía Brewpub. ¿Alguién pidió cerveza negra?

La Compañía Brewpub. ¿Alguién pidió cerveza negra?

Me acerqué al europeo y él, entusiasmado, me sirvió otro vaso de cerveza. “¡Como tu presidente se trajo una belga, yo tengo derecho a llevarme una ecuatoriana!”, exclamó. Le dije que sí, pero que, junto con ella, Rafael Correa importó un chef para que le cocine llapingachos, así que si quería equilibrar las fuerzas del cosmos era necesario que se llevase también un cocinero de picantería para que le prepare carbonada flamenca. No quedó muy convencido.

La noche pasó aceleradamente y Gregor, en cierto momento, desapareció, no sabremos nunca si absorbido por el amor o por el río Tomebamba.

Nosotros, caballeros a carta cabal, esperamos hasta las dos de la mañana – hora del toque de queda ecuatoriano – para que los dueños del bar nos expulsaran a escobazos.

El escenario de una fiesta que concluye siempre es deprimente, en especial cuando uno es el sobrio y los demás, incluso el que conoce la ciudad, están ebrios. Así que en el taxi de regreso, mientras todos dormían – hasta el conductor –, me dediqué a pensar en las cervezas artesanales del La Compañía Brewpub, el karaoke donde todos cantaban menos yo, el bar mexicano llamado “Chiplote” y los millones de litros de emoción que Cuenca derrama en forma de paisajes, construcciones antiguas y hasta mujeres. No en vano Cupido se mudó a vivir allá…

En Zoociedad…


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