Por más que lo intento, me es imposible conseguir evocar mi primer recuerdo de Alameda, tengo que recuperar en todo caso lo que otros cuentan de mí. Según mi madre, era realmente pequeño cuando hice mi primera trastada.
Hasta muy crecidos a todos los chavales nos encantaba columpiarnos subidos en los zarzos, los zarzos son los portones, entonces de madera, que cerraban los caminos o algunas propiedades. No había mayor placer que subirnos a ellos y cuanto más alto mejor, mientras otra persona u otro amigo de correrías, nos empujaba hasta pegar fuertemente contra el tope y aguantar el golpe que se producía.
Pues bien, al parecer ya desde muy pequeño era uno de mis juegos preferidos, y no tuve a bien más que escapar de casa de mi abuela, cruzar la carretera, por aquel entonces no existía el túnel, y encaramarme al zarzo que entonces cerraba la dehesa.
Según me contaron, les debí de dar un buen susto a mi familia cuando descubrieron mi ausencia del corral de la casa de mi abuela y después de buscarme por los alrededores, alguien les debió de dar noticia de mí, encaramado en mi particular tiovivo.
Otro hecho que no consigo recordar, acaeció en el Roble Gordo. Éste era un viejo y seco árbol enorme que había en la dehesa. Era uno de los típicos lugares de merienda y esparcimiento que solíamos utilizar. Bajo su sombra extendíamos un mantel y allí extendíamos la pitanza acompañada con una botella de agua recogida en el manantial cercano.
Al estar hueco, los chavales nos entreteníamos arrojando cantos en su interior, pues al chocar con las paredes del árbol hacía un sonido muy curioso, como de un timbal. Pues bien, una de estas piedras arrojadas, al parecer por mí, impactó en un panal de abejas que se hallaba en su interior, con el consiguiente enfado de las mismas. Huelga decir que ante su furibundo ataque, la jira se dio por terminada, comenzando por nuestra parte, una carrera pedestre hasta algún lugar que nos cobijase de aquellas huestes.
Quizás a colación de este episodio, mi primer recuerdo de Alameda pudiera ser alguna de estas meriendas en una tarde de verano. El lugar no importa, lo más seguro en el manantial que había al principio de la dehesa, pues su hermosa y verde pradera nos impelía a acudir de constante. La hierba era (y todavía lo es) realmente mullida y acogedora y no era infrecuente que varias familias acudiesen a la vez a disfrutar de sus aguas allí. Recuerdo a mi padre casi tumbado bebiendo de sus transparentes aguas, apoyadas sus manos en dos cantos y sorbiendo ruidosamente, mientras nos sonreía y nos decía: esto es agua pura de Lozoya y no el “fino cañería” que bebemos en Madrid.
Otro lugar para merendar era la fuente de la dehesilla, mucho más sombría y apartada, pero llena de rincones para descubrir y retozar alrededor. Lástima que se secara a mediados de los años setenta, luego al no acudir nadie, se convirtió en un lugar sombrío y extraño por lo montaraz del entorno.
Para los más arriesgados y que no temieran al sol veraniego, estaba la fuente del final de la dehesa. Había una caminata con un leve desnivel que nos llevaba hasta la falda de los Carpetanos, el problema es que apenas había árboles junto al camino que nos aliviasen de los rigores del sol, por lo que era un lugar más frecuentado al final de agosto. Además coincidía con la época de recolectar manzanilla, con lo que el viaje era rentable.
Esta fuente, también dejó de manar a mediados de los años setenta, aunque se ha recuperado un poco más arriba, portando un gran pilón para alivio del ganado.
Desechad las tumbonas cuando vayáis al campo, a lo sumo disponed de una toalla, tumbaros en la hierba y mirad al cielo, contemplad las nubes pasar, imaginad a qué animal conocido o por conocer se asemejan, antes de que a las nubes les pase como a las estrellas que un buen día miréis al cielo y ya no estén. Lo peor de todo es no recordar que un buen día, sí estuvieron.