Revista Talentos
Dicen que no se puede detener la revolución
Publicado el 28 noviembre 2010 por McaellasLlego antes de tiempo al Mercat de les Flors. Hace mucho frío en la calle. Tomo un chupito de ron en un insólito bar de la calle Lleida. Regreso justo a tiempo. Nos esperan. Me piden firmar un papel que exime a la organización de lo que me pueda pasar. Yo sólo vine a ver una pieza de danza. Yo sólo me apunté a ver una obra pensada para un entorno específico: Dance! You can't stop the revolution. El protocolo sigue ajeno a mis elucubraciones. Una joven muy sonriente me pide la chaqueta y algo que me defina que cargue encima. Abro mi bolsa. Le dejo el CD de los Saicos que me ha regalado Chang esta mañana -según él, el punk nació en el Perú, que lo sepáis-. Dejo también una mini-libreta que iba en la carpeta que me entregaron en Sao Paulo al inicio de la Balada Literaria. En esa carpeta colocaron también un pequeño frasco con un líquido anti-resacas. Ya se sabe que la literatura emborracha. El tercer objeto que deposito es un pequeño dibujo de Maximiliano Rossini, "Ejercicios para no extrañar", uno de los regalos más exquisitos que me han hecho y que hoy sábado, mientras escribo estas líneas, tiene más sentido que nunca. Ejercicios para no extrañar. Me hacen falta esos ejercicios. La joven sonriente mete el CD, la libreta y el dibujo en una bolsa de plástico y la cierra herméticamente. Me asegura que al finalizar la obra me la entregará. Me fío de su sonrisa y me pongo un casco como los que se pone uno cuando visita un edificio en construcción. El Mercat de les Flors está en obras y quizás ésa sea la razón de este ciclo que transcurre en el barrio del Poble Sec, un barrio que se está poniendo de moda en Carcelona. Somos sólo 5 espectadores. Los 5 bajamos por unas escaleras llenas de polvo hasta las entrañas del Mercat. Allí nos recibe un señor muy poco simpático que nos hace sentar al lado de una plataforma que desciende amenazadora. Uno por uno entramos en una sala adyacente y nos colocamos un disfraz de conejo bastante ridículo. Vestidos de esa guisa salimos a la calle y nos montamos en una furgoneta. Una espectadora bolivariana comenta que esto es más divertido que Secuestro Express. El conductor no dice ni mu y da una vuelta por el barrio hasta dejarnos al final de una calle en cuesta. Bajamos de la furgoneta y recibimos un reproductor mp3 con sus correspondientes auriculares. Los 5 espectadores le damos al play en el mismo instante y el conductor y su furgoneta desaparecen. Nos sentamos en unas escaleras. Me toca ser el primero en hacer el numerito y salir corriendo calle abajo como un conejito asustado. Si me viera alguien, pienso, pero hago lo que me piden. Decido que seré un espectador obediente. Al rato me siguen los otros 4 espectadores convertidos en conejitos. La gente en la calle nos mira con poca cara de sorpresa. Otra despedida de soltero de guiris borrachos. Otro numerito del Ayuntamiento. Ya nada sorprende en Carcelona. Menos que nada 5 personas vestidas de conejo caminando por la calle Blai. Sólo algunos niños nos señalan con el dedo y alguna chica sonríe. Mientras tanto la voz del mp3 habla susurrando y recita consignas new age sobre la piel o la calle bastante simples. Me entra la sensación de que me toman el pelo. Estamos frente al Molino. Allí nos piden que nos separemos y que caminemos por el barrio. Que visitemos a algún amigo. Tenemos 7 minutos para eso. Me acerco a la Tieta donde quizás haya alguien conocido. Veo mucha gente y no me atrevo a entrar. El papel de payaso nunca me gustó. Después de reagruparnos nos entregan una bandera y caminamos como si fuéramos una manifestación de un partido que se presenta a las elecciones. Al rato llegamos a un apartamento. Subimos, dejamos la bandera, nos quitamos el disfraz y en la terraza entramos en una especie de cohete desde el que supuestamente saldremos disparados hacia quién sabe donde. Ligeros temblores y nada, nueva decepción. Salimos del chapucero cohete y ni una triste maceta ha cambiado de sitio. Estos daneses, los de la obra. tienen mucho morro. Has cambiado de piel, me dice la voz, aprovecha, continúa, o algo así. Voy a continuar, sí, ni que sea para recuperar mis objetos. Claro que el problema no es de ellos sino del programador que los ha traído del norte y que se ha gastado un pastón en una obra que no es más profunda que una gimkama de barrio ni más significativa que una visita guiada en el Bus Turísitic, sólo que aquí vas a pie y vestido de conejo. Como bien escribió José Antonio De Ory, ¿ante quién responde toda esa gente (entre ellos yo mismo) que revolotea entorno a la gestión cultural? ¿quién evalúa a los gestores? ¿hace falta programar esta obra? Está de moda sacar al teatro del teatro o hacer danza sin bailar pero no nos equivoquemos, lo que un espectador sensible quiere no es hacer cosas sino sentir cosas. Quiere experiencias. Quiere momentos que valgan la pena. Esta obra se vende como un diálogo motivador entre las voces interiores y las acciones exteriores. Ja ja ja. Un viaje para sentir, para hacer y para conocernos. No insulten mi inteligencia. Aguantarle el perro durante 10 segundos a un señor cualquiera no me hace sentir nada. Llámenme insensible si quieren. No necesito que unos daneses me enseñen el Poble Sec. Lo conozco bastante bien. No me gusta el rol de espectador pasivo pero me gustan aún menos las obras pajilleras con pretensiones místicas. ¿Hace falta devaluar más la palabra revolución? No puedes poner un título así y luego hacer esta fantochada ¡Que vuelva el Living Theatre! La cosa termina en un bar cerca del Lliure donde acabamos viendo nuestro propio rostro proyectado en un almacén de cajas. En fin. Esto es lo que hay. Las vanguardias artísticas europeas son así. El balneario europeo cada día más aburrido. Que alguien nos rescate.
Quizás estaría bien volver a leer a Peter Brook
Convertir un espectáculo en una experiencia.
Hacemos teatro para provocar la mirada del observador, y lo primero que tiene que hacer el teatro es despertar en nosotros el deseo de seguir mirando.
Cuando una obra de teatro es mala es porque lo único que muestra es “espectáculo”. Eso significa que se enfrentan dos mundos totalmente distintos: los intérpretes con sus propias ideas y sus convicciones a un público formado por una serie de personas reunidas al azar. Eso ha dado lugar a una división arquitectónica entre el público y el intérprete a la que podríamos llamar el “teatro de dos salas”. Esa división es una expresión exterior de algo mucho más esencial: no existe el deseo profundo de compartir plenamente la experiencia.
No podemos pretender que un público, una mezcla heterogénea, normalmente con pocas cosas en común, entre a formar parte de pronto en un acontecimiento compartido. Necesita pasar por un proceso. Lo que se pretende con ese proceso es aproximar lo “interior” y lo “exterior”. Convertir un “espectáculo” en una “experiencia”.
La libertad implica salir de los teatros.
El acto de entrar en el edificio de un teatro conlleva toda una estructura de asociaciones y prácticas que conforman en gran medida la experiencia que tendrá lugar a continuación. Estas asociaciones disuaden a un gran número de jóvenes de pisar un teatro. Un experimento nuevo debe tener lugar en un sitio neutro que no se convierte en teatro hasta que se desarrolla el acontecimiento vivo.
La ilusión del teatro y la realidad del juego.
Y, como cuando vemos un partido de fútbol, no es necesario que eso que llaman “ilusión” lo absorba por completo. Nadie puede estar más absorto por un acontecimiento que cincuenta mil aficionados al fútbol y, sin embargo, en ningún momento se olvidan de que están en un estadio, de que hay gente a su lado. No desconectan y piensan que los han transportado a una tierra de nunca jamás. La característica, a lo largo de los siglos, del teatro a la italiana es que el público es invitado (aunque pocas veces funciona) a participar en un juego distinto, que consiste en fingir que ellos mismos y su mundo han desaparecido por completo y que este otro mundo que ve en el escenario es totalmente real. Pero el teatro no es otro mundo: el juego es el juego.