Iván de la Nuez
Hay un arte que no necesita museos firmados por arquitectos-estrella, ni patrocinadores, ni dinero público, ni ferias, ni bienales, ni comisarios de postín.
Ese arte sólo necesita lectores, y está en los libros.
Desde estos, algunos escritores incluso han conseguido para el arte lo que buena parte de la vanguardia buscó obsesivamente sin alcanzarlo del todo: su más radical desmaterialización.
Estas narraciones nos sitúan frente a un arte surgido de las palabras cuando se daba por segura la victoria de las imágenes sobre estas. Un arte que brota del libro cuando más se nos machacaba con su crisis. Y que, atrapado en su interpelación a ultranza de una verdad que está ahí fuera –en la sociedad, la política, la economía-, le ha dotado de ese espejo olvidado que le permitía reflejarse de vez en cuando.
El tema no es nuevo, ni mucho menos.
Desde que Montaigne definió al ensayo como el acto de “pintarse uno mismo”, la fundación de la literatura moderna puede jactarse de su estrecha relación, sino con el arte, al menos con el retrato.
Hay una colección de arte imaginario que va desde El retrato de Dorian Gray, de Oscar Wilde, hasta Composición No. 1, de Marc Saporta. Y esa pinacoteca encuentra acomodo en las ficciones de Gilbert K. Chesterton, Guy Davenport o Aldous Huxley. Antes y después, el arte supo reclutar para su causa a Chéjov y Henry James, a Don Delillo y Patrick Mcgrath, a Michel Houellebecq y Siri Hustvedt.
En términos iberoamericanos, si bien los novelistas no tuvieron una relación con el arte de sus contemporáneos tan fluida como la de Octavio Paz, lo cierto es que en los últimos años esta conexión ha crecido de tal manera que ya se hace necesario aplicar un filtro. Cribar la cascada de libros que incluyen el arte, los artistas, las obras, los coleccionistas, los directores y los comisarios en sus aventuras. Basta recordar los nombres de Enrique Vila-Matas, Julián Ríos, Ignacio Vidal Folch, Álvaro Enrigue, Agustín Fernández Mallo, Juan Francisco Ferré o Miguel Ángel Hernández Navarro para dar fe de esta marea.
Un caso único es el de César Aira, que se ha bastado el sólo para construir uno de los museos más insólitos del mundo (y su valor incluye por igual a museos reales o imaginarios).
Por tener, tenemos incluso un abanico de musas que pueden deslizarse desde Ludwig Wittgenstein hasta Chus Martínez, pasando por Sophie Calle.
Así las cosas, cuatro novelistas han actualizado recientemente este asunto, que sigue apareciendo como una ocupación favorita de la literatura. Es el caso de Vicente Luis Mora (con Fred Cabeza de Vaca), Alicia Kopf (con El hermano de hielo), Verónica Gerber Bicecci (con Conjunto vacío), y Maria Gainza (con El nervio óptico). Estas dos últimas son reediciones españolas de obras con un cierto recorrido latinoamericano.
Los cuatro libros se dejan leer como expediciones lanzadas a confines más o menos remotos del arte. Invasiones bárbaras en las que el arte no aparece como la vida misma, que suele decirse, sino como un extremo inalcanzable de esta. Cada uno, a su manera, nos auxilia en la comprensión, desde el arte, de eso que Coetzee definió como los “mecanismos internos” de la literatura.
Son libros de ficción, no cabe duda. Pero asimismo contienen la posibilidad real de cambiar la dinámica del arte contemporáneo al uso, activando la posibilidad de asumirlo como un género literario.
Si François Truffaut filmó aquel chiste recurrente que describía al crítico como un artista fracasado, Vicente Luis Mora le da la vuelta y reconstruye la biografía de un artista que triunfa, precisamente, porque abandona su quehacer como crítico. Es Fred Cabeza de Vaca, artista español del siglo XXI que cimenta su fama a base de columpiarse cínicamente entre los temas más sublimes y las ambiciones más espurias. El de Cabeza de Vaca es el retrato cubista de un artista multioficios –es comisario, promotor, activista y trepa-, que está sumergido de lleno en esa amalgama de arte y escritura que hoy define la nueva era de la imagen.
En Conjunto vacío, Verónica Gerber Bicecci reconstruye la herencia fragmentaria de una ausencia para la que no encuentra explicación. De ahí esa “metodología del olvido” –ausencia quiere decir olvido, decía el bolero- en la que también se invierten las tornas y en la que el arte se comporta como una experiencia angustiosa en la que vale más lo malo desconocido que todo lo bueno por conocer. El conjunto vacío que aquí se aborda es, literalmente, un dibujo en tiempo real de una escuela de arte que corre paralela a una escuela de vida. Y en la que martilla todo el tiempo la pregunta sobre aquello que sólo podría hacer un artista en esta época en la que todos realizamos tareas que antes solo él era capaz de acometer: dibujar, hacer fotos, en definitiva producir imágenes.
Alicia Kopf es, como Verónica Gerber Bicecci, artista a la vez que escritora, y desde El hermano de hielo nos remite a unos mensajes que nunca tendrán respuesta (o al menos no en la misma frecuencia dado que van destinados a un mundo autista). Con algo del Vila-Matas de Los exploradores del abismo, para Kopf el hecho de avanzar en un libro implica ir olvidando aspectos de su trama, puesto que leer no es otra cosa que “pasar página”. Aquí, el arte es un polo frío, como el Ártico. Un extremo que nos fascina y nos deja helados al mismo tiempo. Un patinaje sobre hielo en el que, si uno quiere mantener el equilibrio, debe aferrarse a la coreografía pautada.
Las once historias de María Gainza, por su parte, evocan al memorioso Funes, de Borges; sólo que, en este caso, la hipermemoria de los personajes viene conectada al impacto que han tenido sobre ellos las obras de Alfred de Dreux, Cándido López, Hubert Robert, Amuchástegui, Courbet o Aubrey Beardsley. Para Gainza, nuestro destino ya ha sido pintado en otra época, así que la vida no es más que una premonición dispuesta en un lienzo pretérito. Tan sólo tenemos que dar con el correspondiente kit de supervivencia contenido en esas obras, y oxigenarnos con él aplicándonos la autodefinición de Marcel Duchamp cuando se describía como “un respirador”.
Estos cuatro libros están escritos desde una amplia recepción de las imágenes visuales, pero a la vez están pertrechados contra su omnipresente tiranía. Parten de la textura de los cuadros, pero con el objetivo íntimo de convertirla en texto. Son, acaso, la cara oculta de muchas exposiciones actuales, el tuétano que a los conceptualistas les fascina esquivar, la resistencia de la primera persona ante las exigencias de un arte social ya convertido en norma.
En medio de un arte abducido por la política, ponen en juego la posibilidad de una poética, de ahí su continua exploración del “cómo” frente a un arte obsesionado con el “por qué”.
Frente a las infinitas variantes de un Ready Made que ya no da más de sí, estas piezas narrativas no buscan el emplazamiento de un objeto en el museo para convertirlo en arte, sino que inventan directamente ese arte para colocarlo en el libro, la institución definitiva en la que está cifrada hoy su supervivencia.
Un arte escrito que, ante la bacanal de las buenas causas, prefiere habilitarnos con lo que Robert Louis Stevenson llamaría un “banquete de consecuencias”.
Un arte que no se expone (en el sentido museístico), pero que sí se expone (en el sentido del riesgo). Desde este desafío, la literatura ya no se conforma con describir el arte, sino que sobre todo se dedica a construirlo.
(*) En la imagen, Lectura fragmentada II, de Glenda León.
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