En nuestro caminar por la antigua carretera, solemos encontrar en ambas riberas del camino, erguidos cipreses cuyas cortas y finas ramas, apuntan permanentemente hacia el cielo. Allá, en la lejanía, se intuyen los blancos muros del camposanto del Carmen.
Según cuentan los más ancianos, al atardecer de la víspera de difuntos, cuando las campanas todavía ofrecían su triste concierto, habían sido vistas unas fugaces sombras, escondiéndose detrás de sus tapias.
Unos decían, que eran los habitantes del aquel lugar saliendo de sus tumbas, cual fantasmas cabalgando sobre sus sombras. Venían de la lejanía de otros mundos, en busca de oscuras venganzas. Otros por el contrario, que solo recortaban el muro del cementerio, para darse un breve paseo, y así acortar el tiempo de espera, en su camino a la eternidad.
Es un lugar extraño para los vivos, pero hemos de recordar que sin duda alguna, también a nosotros nos llegará el tiempo, en que nuestros cuerpos reposarán en este albergue temporal.
El recinto es extenso y goza de un aire limpio y transparente, al que acompaña un ambiente sereno y tranquilo, sólo alterado durante el día, por los sollozos de los familiares y amigos, en el duro momento de la despedida.