De entre los muchos recuerdos que Fermín tenía de su infancia,había uno que solía ser motivo de recordatorio cada año. La familia por aquel entonces, vivía en una casa unifamiliar en uno de los barrios más antiguos de Valladolid: Las Delicias.
El matrimonio compartía aquella casa con sus tres hijos y un mastín llamado Goliat. Emilia era la que cuidaba del animal, dado que el marido y los hijos trabajaban todos fuera de casa. Goliat no se despegaba de Emilia y a donde ella iba, la seguía el can dócilmente. Pero la vida siempre nos sorprende, cuando menos lo esperamos.
De un día para otro la mujer enfermó gravemente y Goliat se vio obligado a abandonar la habitación donde estaba su ama. Sin embargo, cada noche, en cuanto la familia se reunía para cenar, el animal se colaba en la casa y se aproximaba a la cama de la enferma.
La mujer le acariciaba y este, entristecido por la ausencia de ella durante el día, emitía un lúgubre sonido. Así fueron pasando los días. A Goliat no le faltaba la comida, pero su apetito disminuía en la misma proporción que lo hacía la inapetencia de Emilia.
Una madrugada, tres meses más tarde, fueron despertados por el aullido lastimero de Goliat. Cuando acudieron a ver qué pasaba, se encontraron a este que erguido apoyaba sus patas sobre la cama. Su dueña había fallecido.
Lo tuvieron que sacar arrastras de la habitación. Luego, lo dejaron en el patio, para ir a preparar el entierro.
La sorpresa la recibirían al día siguiente, cuando el personal de la funeraria acudió, para cerrar al ataúd de Emilia. Allí permanecía Goliat al lado de su ama. Este también había fallecido.
–Desde luego, él sí que amaba a su dueña —se dijeron los empleados.