Revista Literatura

El hombre bajo la lluvia pálida

Publicado el 27 agosto 2015 por Netomancia @netomancia
Vertió el café dentro de la taza, llenándola hasta arriba. El vapor del calor escapó lentamente, haciéndole sentir en el rostro el presagio de un desayuno cálido en medio de una mañana fría, pero a resguardo en aquella cabaña en medio del bosque.
Se sentó a la mesa con la única compañía de un viejo libro elegido al azar de la biblioteca. Las hojas amarillentas se dejaban leer, a pesar incluso del olor a humedad y olvido que despedían.
Una fina llovizna blanca caía mansamente del otro lado de la ventana, pero la ignoraba, enfocando su mirada en la simpleza de la taza, el color del líquido y la certeza de su sabor.
Sorbió un poco y tomó una galleta. La masticó con voracidad. El sabor dulce se disolvió en su boca. Luego bebió el resto del café.
Algo le decía que sería un día diferente a los demás. Una sensación extraña, una especie de presagio. Aunque no creía en esas cosas, podía experimentar en su cuerpo algo más que el simple calor del líquido caliente recién ingerido.
Se puso de pie torpemente, golpeando la mesa. La taza bailoteó sobre la madera, pero se mantuvo de pie. Recién entonces miró hacia la ventana. El frío se mantendría, después de todo. Aunque eso no era algo nuevo. Sin embargo, unos pocos rayos de sol que habían logrado filtrarse entre las espesas nubes la tarde anterior le habían dado una pequeña esperanza.
Cubrió su cuerpo con abundante ropa de abrigo, se calzó guantes de doble grosor y el casco con lente protector. Suspiró asumiendo la responsabilidad de cada día y salió al exterior.
El frío lo envolvió con prisa, casi asfixiándolo. La blanquecina lluvia podía llegar a doler si no estuviera tan protegido. En el cielo los nubarrones se habían cerrado y era una sola cosa, entre oscuro y brillante, que dominaba desde el horizonte hasta donde llegaba su mirada. No había rastros del sol ni de alguna otra cosa en el firmamento.
El aire estaba imposible. El sensor en su vestimenta indicaba que los valores de dióxido de carbono estaban más altos que el día anterior. Cada jornada veía lo mismo. Hacía semanas que había dejado de reportarlo.
Caminó los dos kilómetros hasta el puesto de vigilancia, subiendo con cuidado la escarpada colina, traicionera por el resbaladizo suelo y la persistente pálida lluvia.
Ya en su sitio, observó a través de los amplios ventanales. Era la cima del mundo. Todo estaba debajo de él. Aquel puesto flotante era la isla artificial elevada más alta de todas. Podía ver a todas las demás y mucho más abajo, casi perdiéndose de la vista, lo que alguna vez había sido la superficie del planeta, ahora un mando de oscuridad y hielo.
La existencia era una cuenta regresiva, tan solo eso. Y cada día había menos tiempo en aquel reloj imaginario. El frío hacía más que congelar los huesos. Detenía toda esperanza. Mataba cada ilusión. Hacía estéril todo sueño.
Allí arriba, era testigo de eso. De cada fuego que más abajo se extinguía, de cada isla que quedaba en silencio sumándose a la oscuridad imperante. Ya no se comunicaba con los demás y los demás no trataban de hacerlo con él. A nadie le importaban sus reportes, ni el estado del clima. Era el mismo en todas partes. El fin de los días. El fin de la humanidad. En silencio, en soledad, sin que a nadie le importara.
Permaneció en el refugio de control hasta que su reloj interno le dijo que era de noche. Afuera, en cambio, todo permanecía igual. El frío, la lluvia, la sensación de adiós, esa que lo había embargado desde temprano.
Emprendió el regreso, paso tras paso, el pesar de la muerte próxima sobre sus hombros. Y entonces, escuchó la primera explosión. Luego otra y otra. A duras penas volvió a subir la pendiente para encaramarse en el puesto vigía.
Sus ojos vieron algo más que fuego. Eran gigantescas llamaradas, bolas enormes consumiéndose allá abajo. Tardó en comprender lo que sucedía. Ardían las islas flotantes, mientras las explosiones no cesaban. De una a la otra viajaban enormes misiles.
Atónito supo que era el fin. Que nada quedaría. Que no sería el frío, sino el fuego el que devastaría todo. Como si la humanidad quisiera, una vez más, tener la última palabra. Ya nada le importó. Resignado retornó a su cabaña. Se prepararía un café y se iría a dormir. No había necesidad de despertarse temprano el día siguiente. Ni ningún otro.

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