Revista Literatura
El hombre sin nombre
Publicado el 15 noviembre 2011 por Elenanura-Me borraron la identidad señor.
-¿Cómo dice? -Sí, verá es que se quemó todo en el gran incendio. Y también la parroquia donde me bautizaron mis padres, y la oficina de seguros sociales también. Ahora no tengo nombre, no queda nada de quien fui.
-Pues habrá que buscar testigos, alguien que pueda reconocerle.
-No queda nadie señor.
El señor, que no era otro que el del registro, siempre tenía el mismo tono de tez. Como de tinta licuada que se le depositaba bajo los ojos, en la comisura de los labios, en todo el rostro. Era un hombre gris, pegado a la tinta con la que había pasado su vida. Algo en él le hizo sentir compasión de aquel hombre. Se lo había imaginado joven, con una mujer a su lado, con muchos hijos, nietos, con una gran familia. Lo veía en su trabajo, al que acudía cada día, de mañana, temprano antes que el sol. Regresar a casa sin este, cuando casi todos ya dormían. Se lo había imaginado… porque solo eso se podía hacer con alguien que ya no tenía ni nombre.
-Está bien, no se preocupe, vamos a hacer lo que se pueda.
Tras varios días de trámites el señor, se las arregló para hacer algo que nunca antes en sus treinta años de trabajo se hubiera imaginado hacer. Crear una identidad, y todo por su imaginación. Cuando se la entregó, vio la sonrisa fugaz en el borde de los labios de aquel anciano. Luego fueron las miles de palabras y halagos de agradecimiento.
-Ay señor, no sabe cuánto ha hecho usted por mí. Me ha salvado, me gusta el nombre. Sí señor a partir de ahora seré Alberto Montero.
Cuando se hubo ido, sintió tras su marcha un tremendo remordimiento. Se había saltado toda norma. Había creado al tal Alberto Montero de la nada. Bueno, de la nada no, el de verdad había muerto hacía unos días. Traspapeló el acta de defunción. Y cambió algunos datos. Toda una vida de metódico y estricto procedimiento laboral tirado por la borda. Tuvo ganas de salir detrás de aquel viejo, pero a lo hecho pecho. Intentó convencerse de que todo había sido una buena obra. Porque su imaginación le hizo ver a aquel anónimo anciano como un hombre de una buena vida, o más de una vida buena.
La prensa comenzaba a sacar rostros de los tenientes coroneles que habían pasado su vida, mandando a fosas comunes, a rincones del monte perdidos a los que protestaban contra la dictadura. Entre los rostros, lo reconoció.