Aunque usted no lo crea, Marilyn Monroe leía mucho y estaba casada con un escritor famoso…
Lo bueno del Día del Trabajo para mí – a riesgo de que quieran crucificarme los chamanes de lo políticamente correcto – es, precisamente, que no tengo que trabajar y que, por lo mismo, puedo leer sin esconderme.
No les voy a mentir: no me gusta ganar el pan con el sudor de la frente – hace un año lo mencioné en este mismo blog –, pero acaso el problema es que no he encontrado un empleo en el que me paguen por leer libros, que es lo único que me interesa – fuera del vino y de las mujeres.
Cada día me levanto como un autómata, me visto y acudo al trabajo con una sensación de nostalgia porque, en vez de estar hojeando alguno de los volúmenes que pertenecieron a mi padre, debo dedicarme a cumplir meros “oficios de subsistencia” – la tipología es de Vargas Llosa.
José María Gironella, un autor que leía y debe ser leído.
Como el adicto que soy – lo confieso –, llevo una novela o un ensayo escondido en mi mochila. En el bus, mientras el conductor hace piruetas al son de una salsa o una bachata, extraigo el texto y me dedico a leerlo, intentando evitar que mi vecino averigüe qué es ese misterioso documento que tengo entre las manos. Noto que su mirada busca colarse dentro del hueco que forman mi clavícula, mi cráneo y el asiento del autobús. Yo, desesperado, cambio la hoja porque ¡esa droga es solo mía!
Al llegar al trabajo, entre los materiales necesarios, oculto mi volumen – a veces es Schiller, Malaparte, Thackeray, Gironella, Zweig, Borges… –, de forma que apenas alguien se descuida, me pongo a leer, dejando que mis tareas laborales se transforman en montañas interminables de cosas pendientes.
Muchas han sido las ocasiones desde que empecé mi vida profesional (sic), en las que he recurrido al baño como un búnker donde nadie puede violar mis derechos de lector. Afuera, bramidos o portazos me presionan para que salga y yo, sudoroso y desesperado, apuro una, dos, tres, diez páginas porque acaso si no las leo hoy, no lograré hacerlo mañana.
En la calle, camino como esos monjes de claustro, con el libro entre las manos, mientras los conductores me insultan. No hay bar, tienda, incluso prostíbulo que no haya visitado con un texto bajo el brazo – por si acaso.
Sasha Grey lee y escribe libros (la calidad no está en discusión…)
Soy un obsesivo, un adicto, lo sé. Incluso en mi teléfono móvil tengo “e – books” de Stephen Hawking y Bioy Casares. Si alguien me encuentra por la calle es más fácil que me vea desnudo que sin libro. Y es que todo puedo olvidar, menos eso.
Cuando, en alguna ocasión, dejé en casa la novela de Orwell que estaba leyendo, sentí que el mundo se venía abajo. El día completo fue una pesadilla: las palomas defecaron sobre mi cabeza, la pizza que comí estaba dañada, caí en un charco de agua sucia y, seguramente, si aquella pesadilla duraba más de nueve horas, habría muerto atropellado por una ambulancia. No es superstición, pero sin libro no salgo a ningún lado.
Unos marchan durante el Día del Trabajo, otros convocan a mítines o se van de vacaciones a la playa, yo solo leo porque es imperativo que aproveche uno de los pocos días que la esclavitud asalariada me permite consagrarlos a mi vicio.
¡Me voy a leer!
Orgasmos literarios de la mano de Stoya
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