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A pesar del parecido, no se trata de un cola de gente que busca trabajo en el plan Socioempleo de Alianza Pais. Son solo discípulos de Osho admirando su Rolls Royce.
Era una mañana despejada; el calor seco, la suave brisa y el polvo amarillo que se elevaba del suelo convertían a esa zona de Oregón en el arquetipo de un spaghetti western. Sin embargo, una interminable hilera de gente ataviada con túnicas de derviches aniquilaba la armonía lógica de la escena: no había vaqueros, caballos o duelos, solo miles de hippies empeñados en alcanzar algún tipo de iluminación.
De repente, a lo lejos, se escuchó el ruido agresivo de un claxon y las ruedas de un coche triturando la tierra. Los derviches rubios se pusieron en guardia mientras sus ojos oteaban el horizonte con la esperanza de capturar, aunque fuera por unos segundos, la imagen del “Maestro”. Como en un sueño, apareció un bello Rolls – Royce de capó blanco, el mismo que a pesar de no ir a más de treinta kilómetros por hora, elevaba a su paso una nube de polvo tan espesa que solo en contadas ocasiones permitía ver en su interior a un hombre barbudo saludando con la mano derecha, al tiempo que en el asiento contiguo una mujer de rostro adusto – la ayudante del líder espiritual – murmuraba frases ininteligibles.
Finalmente, el coche desapareció dejando a los rubios derviches desconcertados. ¿De verdad era Bhagwan Shri Rajnísh ese hombre delgado que los saludó desde la ignota matriz de aquel auto? Pues sí, ese individuo era Osho.
Chandra Mohan Jain, alias “Acharia Rajnísh”, alias “Bhagwan Shri Rajnísh”, alias “Osho” era un personaje peculiar. Aparte de cambiarse de nombre aproximadamente una vez cada diez años, fue un profesor de filosofía muy audaz que abandonó la cátedra para dedicarse a predicar sobre sexo libre, sabiduría milenaria e iluminación montado en uno de sus cientos de Rolls Royces.
Un alto porcentaje de los millones de lectores de los libros atribuidos al hindú nacido en Bhopal, India, el 11 de diciembre de 1931 ignoran, entre otras cosas, que el gurú vivía en una opulencia exagerada mientras sus seguidores frecuentemente terminaban reducidos a la miseria por contribuir a sus caprichos – ¡iban a comprarle 365 Rolls Royces para que pudiera pasear en uno diferente cada día del año!
Otro misterio desconocido para sus millones de admiradores y que quedó oculto bajo las hirsutas barbas de Osho corresponde a sus libros. ¿Cuántos hay? ¿En qué momento pudo escribirlos si se dedicaba a la “meditación activa”, las conversaciones con sus adeptos, la búsqueda de la iluminación y la felicidad? Pero sobre todo: ¿cómo es posible que cada año aparezcan nuevos títulos si su autor hace más de veinte que mora, junto a los dodos, en el Valhalla?
No, no es Aldus Dumbledore, el profe de Harry Potter. Es Osho posando para la policía que lo arrestó por ser un buen hombre.
Si descartamos las sesiones espiritistas, la respuesta a ese cuestionamiento es que otra persona se dedica a escribirlos y es bastante acertado: los libros de Osho que abarrotan los estantes de las librerías no son más que fragmentos de charlas que daba el maestro hindú a sus seguidores y que eran grabadas por sus ayudantes. De manera que la “Osho International Foundation”, depositaria del legado y de la fortuna del místico, se dedica a recoger y a agrupar todas las enseñanzas en diferentes tratados, adecuándolas a la conveniencia y al título. No hay nada nuevo, nada original, solo recalentados de treinta dólares.
Este descubrimiento me llevó a interrogarme sobre si sería posible conseguir un libro que realmente hubiera sido redactado por Osho, iniciando de esta manera un arduo peregrinaje por varias librerías de Quito de cuyo nombre no quiero acordarme.
En una, muy antigua, los dependientes con un retintín de ironía me comentaron que ni el propio hindú podría decirme un título de algún texto original suyo. En otra, el librero me condujo hacia un estante lleno de libros con portadas blancas y pertenecientes al sello editorial DeBols!llo, al tiempo que sin molestarse siquiera en escuchar mi explicación, me espetó con desprecio: “¡todos son de Osho!”.
Vagué desde un centro comercial al norte de la ciudad, en El Condado, hasta una minúscula librería en los confines de San Blas, en el centro, pasando por los valles aledaños a Quito. En ninguna de esas zonas pude encontrar un solo ser humano que me ofreciera con certeza un título verdaderamente escrito por el indio de las barbas hirsutas que, por alguna razón, me recordaba al chamán que guarda las piedras sagradas de Shiva en la película Indiana Jones y el templo de la perdición.
Una tarde lluviosa, cuando había perdido todas las esperanzas de encontrar un texto original de Osho, me senté en una de las mesas del Café Amazonas y pedí un ponche; estaba abatido por mi fracaso y me puse a mirar a los otros comensales distraídamente. De pronto, mis ojos repararon en un hombre vestido con pantalones otavaleños, sandalias de cuero y una camiseta color verde fosforescente que contenía la leyenda “GRINGOS, GO HOME!”; el sujeto en cuestión leía un libro con toda la pinta de ser una copia ilegal, pero en cuya portada estaba dibujado el retrato del gurú indio.
Otros cinco dólares desperdiciados en la vida de un pobre. Hoy, el libro reposa en un cementerio adecuado: el basurero.
— Disculpe – le dije – ¿qué está leyendo?
— Vislumbres de una infancia dorada de Osho, es una autobiografía.
— ¿O sea que está escrita por él? – pregunté tontamente.
Aquel hombre sonrió y, sin responderme, hizo un gesto con su cabeza señalando una carpa que vendía libros pirateados a una cuadra del café.
— Si quieres comprarlo, allá lo conseguirás.
Pagué y sin beber mi ponche, fui hasta el sitio señalado. En efecto, entre unas copias de mala calidad de Mi lucha, El libro del buen amor y el Manifiesto del Partido Comunista estaban varios ejemplares de obras del gurú barbudo, entre ellas, la autobiografía de la niñez áurea. La compré sin decir palabra y fui a mi casa para leerla.
Han trascurrido diez días y el libro está en la basura junto con los cuestionamientos que me empujaron a empezar esta crónica. ¿La razón? Las primeras quince páginas consistían en divagaciones aburridas, llenas de anécdotas repetitivas, humor pueril y un pseudo – positivismo bastante indigesto. A partir de la undécima hoja el texto parecía empezar ponerse interesante, pero como se trataba de una copia pirata, la calidad era pésima y justo esa parte ni siquiera aparecía impresa en su totalidad.
¿Quién sabe? Quizá ese fue el mensaje de algún dios benévolo que trataba de proteger mi salud mental. Prefiero no seguir contradiciéndolo…
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