Los recuerdos suelen acudir a nuestra mente, como los fantasmas cuando estos salen de ronda por los castillos. Hacía algunos años, Daniel había gozado de la existencia privilegiada de un gran triunfador. Cada día, finalizada la jornada de trabajo, brindaba con una copa de vino por la suerte que le había proporcionado la vida. Hasta que un día, el hechizo se rompió.Aquel fatídico martes, transcurrió el día entre broncas y noticias perturbadoras, sobre la mala salud económica de la empresa. Abatido, regresó a casa antes de lo que era su costumbre. Cabizbajo y ante el silencio que reinaba en el hogar, se dirigió a la alcoba pensando que no había nadie. ¡Maldito momento! Abrió la puerta del dormitorio, y se quedó aturdido. Sobre el tálamo matrimonial Antonia, su esposa, estaba desnuda y gemía de placer bajo el cuerpo de un hombre. Enloquecido por la visión que tenía ante sus ojos, emitió un desgarrado grito de angustia. Ellos en pleno éxtasis de su acción, tardaron en reaccionar. La mujer intentó cubrir su cuerpo con una bata, mientras el extraño, se giró para ver quien osaba interrumpir semejante momento. Luego, tras recoger en una bolsa varios enseres y ropa, Daniel lleno de rabia y decepcionado, abandonó la casa para siempre. Habían transcurridos ya dos años, y todavía hoy le invadían el dolor y la tristeza ante aquellos recuerdos. La traición de la mujer que era su mundo, había sumido su vida en pura miseria. Ya era tarde, y la oscuridad se cernía sobre el 'Campo Grande'. Daniel buscaba un lugar donde cobijarse, para pasar la noche. En el parque, en las cercanías del pequeño lago había una 'Cascada', y hacia aquel paraje dirigió sus pasos. El lugar sería su refugio nocturno. Entre aquellas rocas que la conformaban, había una pequeña oquedad. Observó que no hubiese nadie en ella, y penetró con los pocos enseres que le quedaban. Sacó de la bolsa donde guardaba sus cosas, una botella de vino. Aquella bebida, sería toda su cena para aquel día. La luna, que lucía con todo su esplendor, iluminó el lugar. Daniel se llevó la botella a los labios y con ansia, dejó que su néctar penetrase en la boca. Dos largos sorbos, hicieron que el hombre se sintiese con una extraña energía. Tumbado sobre el húmedo manto que suponía el suelo de aquella cueva, se dispuso como iba siendo costumbre, a relatarse sus propias desgracias. A lo largo de la noche sufrió tremendas pesadillas. El hambre y el frio, junto con el lugar en el que se había cobijado, cerraban la puerta a cualquier otra esperanza. Cuando la ciudad comenzó a despertar, recogió sus escasas pertenencias y se fue en busca de una fuente para asearse. Así, comenzaba la rutina diaria de buscarse la vida: con algo de fortuna en el Atrio de Santiago le darían algo para desayunar. Hacia el mediodía, en la puerta del cuartel de Santa Ana, esperaría pacientemente el reparto de las sobras del rancho de los soldados. En su caminar, se fijó en que las calles estaban adornadas. Todavía algunas de ellas, mantenían las luces de colores encendidas, y esto le recordó la proximidad de la Navidad. Sin embargo, para él no dejaban de ser un día más en su vida. Vagaría por las calles de la ciudad, hasta que al atardecer, volvería de nuevo a buscar un lugar donde pasar la noche. ¡Qué lejos estaba de pensar, que su vida podía cambiar!Al ir a cruzar la calle, para dirigirse hacia el Atrio, no se percató de la proximidad de un vehículo. Este se le echó encima, y lo lanzó como un fardo contra un árbol. La conductora bajó de inmediato del coche, para prestarle auxilio. Viendo que Daniel tenía una pierna fracturada, hizo llamar a una ambulancia para trasladarlo al hospital. Después de enyesarle la pierna y dado que tenía varios hematomas, los médicos dispusieron que pasase dos días en observación. Cuando le llevaron a la habitación, Daniel se encontró con una mujer de mediana edad, rostro agradable, que vestía elegantemente. Ésta con voz cariñosa y timbrada, se interesó por él. Era la conductora que le había atropellado. El indigente escuchaba aturdido. Después de tanto tiempo de sufrir el desprecio de la gente, ahora, aquella mujer se mostraba compasiva por el daño que le había causado, y además pretendía repararlo. Se sintió emocionado. Pasados los dos días le dieron el alta y se dispuso a salir del hospital. Sin embargo, se encontró con que sus harapos habían desaparecido. Antes de que pudiera reclamarlos, entró la enfermera con una bolsa, que además de ropa nueva, contenía objetos para el aseo. Le dijo, que una señora lo había dejado para él. Con algunas dificultades se vistió. Luego, le pareció estar dispuesto a enfrentarse nuevamente con la vida. Una enfermera tomó sus cosas y le acompañó hasta la salida. Allí para su sorpresa se encontró de nuevo con Eva, la conductora. —Siento todo el daño que le he causado. Me gustaría, que hasta que usted esté en condiciones, se aloje en mi casa. Allí podrá ser atendido por los médicos y yo me sentiría mejor.—Señora, no se moleste. No fue culpa suya, y ya hecho suficiente. Le estoy muy agradecido por la ropa.Al hacer intención de andar, las piernas le fallaron y cayó al suelo. Los ojos de Daniel se nublaron. Las lágrimas recorrían los surcos de su cara, al sentir la impotencia de no poder valerse por sí mismo. Eva con todo el cariño y ayudada por su chofer, le condujeron sin darle opción hasta el coche. Ambos permanecieron en silencio durante el viaje. Cuando llegaron a la casa, Daniel se quedó boquiabierto. Tenía ante sí una gran mansión. De ella salieron dos sirvientes, dispuestos para ayudarle a bajar del coche y luego lo trasladaron al interior de la casa. Mientras, Eva recogía los escasos enseres de Daniel que le había dado la enfermera.En el comedor había una gran mesa, preparada para una celebración. La estancia se encontraba adornada con luces de colores, y sobre una gran repisa se hallaba instalado un belén. Entonces recordó que era Navidad. Eva le miraba con sus ojos marrones almendrados, que hablaban de algo más que de caridad. Él cojeando se acercó a ella, y sin saber cómo, dejó en sus mejillas sendos besos de gratitud. A la comida asistieron, familiares, amigos y empleados de la casa. Cuando la fiesta estaba a punto de darse por finalizada, Eva se acercó a Daniel y le ofreció una de las dos copas que llevaba en la mano. Éste levantó su copa y mirando aquellos hermosos ojos la dijo: —Gracias a ti, hoy he vuelto a creer en el milagro de la Navidad —y esta vez con cariño, la volvió a besar.