Revista Literatura

El museo rojo

Publicado el 30 mayo 2016 por Eduardo Ferrón @eduardoferron

Capítulo 3: El museo rojo

Capítulo anterior: Un caso inexplicable

Frente a ellos el museo Reveliere se presentaba exultante, majestuoso en sus propios términos. Se trataba de una obra de arte que albergaba otras obras de arte en su interior.

—Es una lástima —dice Jones, después de observarlo por unos minutos.

—¿A qué te refieres?

—Mi querida Viviana, en ocasiones olvido que tu habilidad para la observación es inversamente proporcional a tu habilidad con las palabras.

—Por eso me contrataste, ¿recuerdas? Tú le hablas a un insecto igual que a una vaca.

—Debo admitir que me resultas de utilidad.

—Además, me quieres.

—Mmm no iría tan lejos como para decir eso.

—Si no fuese por mí, vivirías aún en ese nido de chinches.

—Tenía una vista preciosa a la plaza principal.

—También tenía drogadictos y borrachos y todo olía a meados.

—Nunca supiste apreciar su belleza.

—Era tan minúscula su belleza, que nunca la pude encontrar.

Ambos ríen un buen rato, luego continúan observando el edificio.

—Es una lástima —vuelve a decir Jones al cabo de un tiempo— que el edificio esté inclinado hacia el lado derecho y desproporcionado por detrás.

—Yo lo veo perfecto.

—Eso me temo —dice Jones, dando un resoplido.

—¿Qué hacemos aquí, Davy?

—Quiero revisar el salón donde estaba la pintura en exhibición.

—Pensé que estábamos investigando lo que pasó con Freeman.

—No tiene caso —dice Jones—, esto es más importante.

—¿Importante cómo?

—Nos ayudará a enlazar dos ideas que se me ocurrieron.

—¿Sobre Freeman?

—¡No! —dice Jones—, sobre la pintura.

—¿Y qué hay de Freeman?

—Freeman no importa ahora, olvídate de eso —dice Jones—, necesitamos concentrarnos en la pintura.

—¿Pero por qué? —pregunta Viviana, más molesta que interesada.

—¡Porque Freeman nos lleva dos días de ventaja!

En la entrada del edificio los esperaba un hombre vestido con un traje blanco inmaculado. Lucía un bigote corto y delgado, y los recibió con una leve inclinación del cuerpo, así como lo hacen en el teatro.

—Bonjour —dice aquel hombre—, ¿en qué les puedo ayudar hoy?

—En mucho —dice Jones—, mi compañera y yo venimos por asuntos oficiales.

—¿Monsieur Johns? ¿Madame Sainz?

—En persona —dice Viviana.

—Me pareció reconocerlos. Pasen por aquí, por favor —dice el hombre de blanco, abriendo la puerta y sosteniéndola desde el interior —. ¿Vienen por el caso de la pintura fantasma?

—El mismo —dice Jones.

—Pensé que el caso lo tenía el otro detective —dice el hombre.

—Solo queremos aclarar unos puntos —dice Viviana.

—En todo caso, no veo porqué deba importarle —dice Jones—, necesitamos hacerle unas preguntas al encargado.

—El otro detective hizo ya muchas preguntas —dice el hombre de la entrada.

—Las preguntas no fueron inteligentes —dice Jones

—Pues a mí me pareció que el otro detective era muy inteligente.

—¡Me vale un pepino! —dice Jones.

—También era más agradable —dijo el hombre, luego señaló uno de los pasillos del edificio—. La oficina del gerente está por aquí. Síganme, por favor.

Los tres avanzaron por un corredor largo y de pisos bien pulidos. En ambos lados de exhibían pinturas con colores alegres y de paisajes campiranos. Jones los observaba, pero no podía comprenderlos. A él le causaban el mismo impacto que observar una lata oxidada en medio del desierto. Incluso si una mosca se hubiera parado de dos patas en la cima de una montaña de excremento, le hubiera causado un mayor impacto. Pero Viviana era diferente, ella absorbía las imágenes y algunas lograban sacarle algunas expresiones ininteligibles.

Jones no pudo más que preguntarse qué es lo que había en esas pinturas que él no podía apreciar. Vaya, era capaz de contar el número de pinceladas e identificar al artista por sus trazos, pero ninguna pintura hasta entonces le había evocado alguna emoción. Todas eran, por decirlo de alguna manera, un montón de pinceladas sin sentido.

El pasillo terminaba en un corredor angosto con una puerta tan blanca como las paredes en todo el edificio, que bien pasaría desapercibida de no ser por el letrero metálico que decía “Gerencia”.

El hombre que los guiaba tocó tres veces la puerta y se paró para escuchar, luego les dijo:

—Qué raro está esto.

Jones pegó el oído a la puerta, lo único que escuchó fue un leve golpeteo que se repetía cada dos o tres segundos, luego dijo:

—Aquí no parecer haber alguien.

—No puede ser —dice el hombre de blanco—, estuve toda la mañana con él. No tendrá más de una hora que lo dejé en su oficina.

—¿Había alguien más con él? —pregunta Jones.

—Nadie —dice el hombre, buscando un juego de llaves en los bolsillos del pantalón—, dijo que revisaría el presupuesto del mes entrante y que nadie debía de molestarlo.

El hombre ni encontraba las llaves ni sabía qué hacer con sus manos. En ese predicamento estaba cuando un hilillo rojo apareció por debajo de la puerta y serpenteó entre sus zapatos, y cuando lo vio pego un grito tan fuerte, que Viviana, actuando por reflejo, le dio una cachetada tremenda y lo mandó al suelo, dando tumbos por el pasillo.

—¡No chingues —dice Viviana—, qué buen susto me pegaste!

—Para ser justos —dice Jones—, tú le pegaste más fuerte.

El caso se ponía interesante. Primero un robo y luego un asesinato, varias ideas comenzaron a tejerse en la mente del detective, quien se acerca a la puerta, saca sus guantes y unas ganzúas de los bolsillos de su abrigo.

—Comunícate con el capitán —dice Jones, mientras se ajusta los guantes en las manos—, dile que cobraremos horas extra.

Continuará…

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