Me desperté cuando estaba por sonar la hora de la cena. Me sentía atontado por el sueño, porque el sueño diurno es como el pecado carnal: cuanto más dura, mayor es el deseo que se siente de él, pero la sensación que se tiene no es de felicidad, sino una mezcla de hartazgo y de insatisfacción.
Me senté a escribir sin pensarlo, con la armonía de la rutina y de los gestos repetidos.
La mesa estaba llena de hojas en blanco. La mayoría las había arrugado con rabia esa misma mañana; y en ese momento, a medida que la mente se ponía en marcha pausadamente, me hacía gracia observar aquella metáfora de otoño ocupando todo mi espacio.Tuve la sensación de que la máquina de escribir me miraba con aire provocativo. “A ver si te atreves”, parecía lanzarme, dispuesta a hacer sonar la campanilla de final de renglón, determinada a no volver a permitirme aquel tecleo impertinente de la mañana, aquella onomatopeya del toc toc que no había dado ningún fruto.Me pesaban los ojos. Llevaba demasiado tiempo dibujando el mundo sentado en idéntica posición, y había llegado a pensar que ni siquiera yo era ya la misma persona, que algo de aquel ambiente frío y tenebroso se me había metido en el cuerpo para quedarse a vivir. Uní las manos y crují los dedos con gesto de pianista. Tomé un último folio con delicadeza, haciéndolo girar despacio mientras oía el quejido del carro. Me concentré en aquellas teclas blanco sobre negro en las que ya había vertido un universo, y me entretuve en escribir la palabra fin muy despacio, en el centro de la hoja, con dignidad de letra mayúscula. Nunca supe si aquella decisión fue producto del sueño intempestivo que había durado hasta la hora de la cena. Sólo sé que aquella tarde, entre folios descartados y sentimiento de hartazgo, juré que guardaría para siempre el secreto del nombre, de aquel que siempre queda cuando ya ni siquiera está la rosa.uto. Me pesaban los ojos. Llevaba demasiado tiempo dibujando elmundo sentado en idéntica posición, y había llegado a pensar que ni siquiera yo era ya la misma persona, que algo de aquel ambiente frío ytenebroso se me había metido en el cuerpo para quedarse a vivir. Uní las manos y crují los dedos con gesto de pianista. Tomé un último folio con delicadeza, haciéndolo girar despacio mientras oíael quejido del carro. Me concentré en aquellas teclas blanco sobre negro en las que ya había vertido un universo, y me entretuve en escribir la palabra fin muy despacio, en el centro de la hoja, con dignidad de letra mayúscula. Nunca supe si aquella decisión fue producto del sueño intempestivo que había durado hasta la hora de la cena. Sólo sé que aquella tarde, entre folios descartados y sentimiento de hartazgo, juré que guardaría para siempre el secreto del nombre, de aquel que siempre queda cuando ya ni siquiera está la rosa.