Revista Literatura
El peso de la culpa
Publicado el 21 julio 2016 por Falcalde87El peso de la culpa
Él gozaba de una gran capacidad para erigir una historia de la nada, aunque nunca se planteó utilizarla en proyecto creativo alguno. Se dedicaba a la hostelería, era el dueño de un bar que le daba para vivir holgadamente, pues estaba situado en el paseo marítimo de aquella populosa ciudad de provincias cuyo mayor atractivo consistía en la mansa belleza del mar perdiéndose en el horizonte. Él realizaba la ardua tarea de calmar el hambre y la sed de miles de turistas cada día.
El hombre era sociable, enseguida trababa amistad con sus clientes, casi con cada uno de los que repitiesen estancia en su casa. Un día, hablando con un grupo de ellos, vio una colilla en el suelo de la terraza. -Esa colilla… mira que les digo a los clientes que es mejor tirar los desperdicios al cenicero, pero no me hacen caso. El año pasado nos dieron un premio a la ciudad más limpia de la comunidad autónoma, pero este año no revalidaremos.-Oh, no pierdas la esperanza, Anselmo, además, es sencillo, se recoge y listo –respondió uno de los clientes.-Ya, lo malo es que no puedo estar todo el día mirando si el suelo de la terraza está impoluto o algún cliente lo deja hecho unos zorros. Es una cuestión de educación que no nos corresponde impartir a los hosteleros. ¡Oh, mirad! La colilla tiene marcas de carmín. -Creo que Anselmo ha puesto en marcha su máquina de imaginar. A ver qué nos cuenta. -Pues… se trata de la colilla de una mujer. Una mujer sofisticada, maquillada y vestida con ropa cara, de mediana edad, pues el labio superior está operado. La mujer mira nerviosamente su reloj, parece estar esperando a alguien en la terraza. Pide un gin tonic y lo saborea a sorbos cortos. El hombre al que espera se le acerca. Se trata de un joven de unos veintipocos años, trajeado, pero con aspecto ligeramente desaliñado, un poco al estilo italiano. El joven se aproxima y la mujer apura el gin tonic. Da una última calada a su cigarro y lo tira. -¿Y qué pasó?-El hombre es un chico de compañía y la mujer su clienta. Ella se levanta sin mediar palabra, ambos se suben a un coche deportivo rojo de lujo, y se van inmediatamente. Se dirigen a casa de la mujer. Conduce el hombre.-¿Nos vas a dar detalles de su encuentro?
-No, salvo que tras realizar el acto, fumar su cigarro de después y darse ambos un baño en su piscina con vistas al mar, él se irá. Pero algo terrible habrá sucedido. -¿Y qué será?-Al día siguiente, en la portada del periódico local destacaría esta noticia: “Encontrada muerta en su casa la actriz Lorenna McAndrew. Al parecer se ahogó en su piscina mientras se daba un baño debido a un corte de digestión, según los primeros indicios”. El hombre habría ahogado a la mujer tomándola por los hombros y sentándose sobre su pecho, para no dejar marcas de sus dedos. Y después habría vaciado su cartera y tomado un par de objetos de arte caros que hasta entonces allí se exhibían, como un pequeño cuadro de Caillebotte y otro de Klimt que vendería en el mercado negro. Nadie descubriría la jugada nunca,a no ser que hablase el camarero del bar en que se encontraron, que los vio irse juntos. A lo mejor tendría que “hablar a solas” con ese camarero.-Joder, Anselmo, ¿todo esto por esa colilla que hay en el suelo?-Tal vez se trate de mi deseo subconsciente de que todo el que no respete el entorno desaparezca.-¡Qué imaginación tienes!
El hombre bajó la cabeza. Sus clientes no sabían la verdad. No se trataba de imaginación ni de inquietudes ecológicas, sino de potentes recuerdos y una conciencia sin limpiar. Había descrito una historia, la suya. Y de cómo inexplicablemente nunca le descubrieron, habían transcurrido ya más de veinticinco años de aquella aventura. Anselmo bajó la cabeza y, tras recoger la colilla se metió en la trastienda del bar. No podía olvidarse de su vieja profesión que tanto dinero le había proporcionado en la Costa Azul y que le había permitido abrir aquel negocio una vez de vuelta en su tierra. Y la posibilidad de conocer y gozar de las mujeres más bellas e inalcanzables para el común de los mortales. Pero aquello ya no eran más que recuerdos. Malditos los años que le regalaron una solemne barriga y una calvicie sin pausa, obligado así a abandonar su dolce vita.
Tendría que extremar el cuidado, y nunca más sacar esa conversación. Podría perderlo todo si daba con el cliente adecuado. Tendría que vivir con eso, su propia espada de Damocles.
Y es que nada es para siempre. Ni siquiera los secretos.
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