Revista Diario

El Retador

Publicado el 22 septiembre 2010 por Artpalavicini

El RetadorEl RetadorLos puños le ardían. Lo dejaba todo en cada entrenamiento.

Aquel infierno era el paraíso comparado con la vida en casa. Pasaba horas enteras golpeando sacos, levantando pesas, escuchando los malditos alaridos de Romero, su entrenador desde hacía 6 años.

No importaba cuánto esfuerzo hiciera o cuánto empeño pusiera en cada sesión de trabajo, Romero le gritaba como si fuera un holgazán.

El box le había cambiado la vida como a miles antes que a él. Lo había sacado de las calles, lo había alejado del cemento y de la coca; de los pleitos con las pandillas del barrio vecino.

Pero a veces sentía que había salido de una caverna del infierno, para meterse a un caldero peor. Más abrasador más lacerante.

Sabía que era bueno, desde la infancia lo había comprobado, primero con miedo, después con orgullo y al final solamente por pedantería.

Aprendió a buscar pleitos y jamás le importaron los pretextos. Él solamente quería sentir a los oponentes doblegarse, arrepentirse, leerles el miedo en los ojos, vergüenza en sus narices rotas.

Sí, amaba ver sufrir al contrincante.

Una tarde mientras el cielo lloraba a cántaros, un tipo lo tomó de los hombros mientras cocía a puñetazos al lidercillo de una pandilla cercana. Su ropa era un río escarlata y cada gota de aquella sangre, era cómo una estrella más para su gabán. Ese que lo reconocía indiscutiblemente como el rey de la colonia.

En un solo movimiento, aquel viejo le arrancó la supremacía del barrio entero y lo regañó como a un niño. Así había conocido al viejo Romero.

-¿Quieres pelear imbécil? Romero le lanzó un baladro imponente en la cara.

-¡Hazlo bien! ¡¡Maldito vago de mierda!!

Romero era dueño de un pequeño gimnasio en dónde enseñaba el box que su padre le había enseñado, y su abuelo le había enseñado a su padre antes. No sabía hacer otra cosa y tenía una obsesión: redimir los desplantes de su hijo que años atrás se había rehusado a continuar entrenando con su él argumentando que necesitaba un entrenamiento más efectivo.

Romero lo maldijo y lo hecho de la casa y de su vida. Desde entonces había buscado una oportunidad para entrenar a un muchacho y sustituir con él todo lo que su hijo había despreciado.

Lo supo desde el fondo de sus entrañas aquella húmeda tarde cuándo vio a aquel vago golpeando sin piedad, sin técnica ni refinados movimientos a un muchacho que lo doblaba en estatura y corpulencia.

Desde ese instante supo que tenía en sus manos a un potencial campeón.

Lo entrenó como nunca lo había hecho con nadie. Se olvidó de la administración del gimnasio, de los demás alumnos y durante años se enfocó obsesivamente con aquel muchacho.

Empeñó las pocas posesiones que tenía para arreglarle al chico una pelea buscando el título amateur de la ciudad. La antesala a las grandes ligas del Box nacional.

Cuando Romero lo buscó para darle la noticia de la pelea que había conseguido, su mirada se torno obscura, diferente, su semblante era implacable.

Parecía que había conseguido una oportunidad para redimir toda su vida. El chico agradecía la oportunidad y pensó en todo lo que había pasado por semanas, por meses, por años antes de obtener una oportunidad así.

Pero lo desconcertaba el tono y el rostro de su entrenador.

Cómo parte de la estrategia de Romero antes del combate, decidió no decirle quién era el oponente.

-No importa el nombre vago, solamente importa ganar y entrar a la liga mayor.

Le repetía Romero sin cesar durante los seis meses previos a la pelea.

La noche del combate el muchacho de la calle reflexionó a solas acerca del vuelco que había dado su vida en los últimos años.

Sabía mucho más que antes, pero jamás perdió su hambre por ver sufrir a los oponentes y en esos momentos se recordaba constantemente acera de no perder ese espíritu, no importaba si era un hermano, un pandillero de la calle, un sparring o el campeón del mundo.

Él estaba decidido a pagarle a Romero toda la dedicación y esfuerzo que había puesto en él.

Al llegar al centro del cuadrilátero, presentaron a su oponente, simplemente como: “La Roca” y eso lo encendió más.

-Sí tú eres la Roca, esta noche mis puños son taladros hijo de puta.

Pensó con la adrenalina atragantándosele en la garganta. No podía esperar un segundo más.

Sonó la campana del primer round y el muchacho se lanzó contra la Roca como una fiera, dispuesto a todo. Decidido a vencer o a morir.

Lo recibió con contundentes jabs que no solamente le marcaban la distancia sino que le abrían la cara como tajadas con puñal. En segundos aquel amado río carmesí corrió por la cara de la Roca que en un instante ya estaba parcialmente ciego del ojo izquierdo debido a una herida que el muchacho le había hecho en la ceja.

Ese primer golpe fue como una advertencia. Como una sentencia para el contrincante.

Ganchos al cuerpo debilitaban a la Roca y le robaban el poco aire que podía respirar. Los rectos a la cara lo abrían y lo rayaban de rojo por todo el rostro.

El muchacho no pensaba en otra cosa, mientras el sudor y la grasa de la cara le salaban los ojos. Alcanzó a ver una pequeñísima brecha entre la guardia de la Roca y por ahí atestó uno tras otro quince golpes contundentes sin que el otro infeliz pudiera siquiera subir los brazos.

La cabeza de la Roca se balanceaba violenta de un lado al otro, ya inerte, sin control y al minuto y veinte segundos de iniciado el combate, se desplomó como muerto.

Ya en el suelo, la Roca seguía evadiendo golpes y disparando jabs hacia la nada.

Fuertes convulsiones lo empezaron a atacar y sus piernas temblaban involuntariamente.

El muchacho, todavía con adrenalina en el alma, le gritaba y lo insultaba incitándolo a seguir la carnicería.

El médico asignado a la pelea saltó al ring y en cuclillas examinó asustado a la Roca.

Sus pupilas dilatadas, la mirada perdida y los espasmos involuntarios en todo su cuerpo, indicaban una grave herida en la cabeza.

Sin pensarlo dos veces, declaró imposible que la Roca continuara el combate y de emergencia llamó una ambulancia para llevarlo de inmediato al hospital.

Fue necesario entubarlo en el ring side y asistirlo para que respirara.

El muchacho alzó los brazos lleno de euforia sabiendo que había vencido contundentemente y que Romero ahora sí lo respetaría.

Lo buscó con la mirada en su esquina y lo encontró ahí con el rostro desencajado y con lágrimas en los ojos, lamentando la inminente muerte de Martín Romero Jr. Alias “La Roca”.

Ese que alguna vez fue su hijo y lo despreció argumentando un futuro más promisorio lejos de él.


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