Revista Literatura

El rey de harlem

Publicado el 14 agosto 2010 por Pilarrojas
EL REY DE HARLEM

Composición X. Kandinsky

Con una cuchara

arrancaba los ojos a los cocodrilos

y golpeaba el trasero de los monos. 

Con una cuchara.

Fuego de siempre dormía en los pedernales,

y los escarabajos borrachos de anís 

olvidaban el musgo de las aldeas.

Aquel viejo cubierto de setas 

iba al sitio donde lloraban los negros 

mientras crujía la cuchara del rey 

y llegaban los tanques de agua podrida.

Las rosas huían por los filos 

de las últimas curvas del aire, 

y en los montones de azafrán 

los niños machacaban pequeñas ardillas 

con un rubor de frenesí manchado.

Es preciso cruzar los puentes 

y llegar al rubor negro 

para que el perfume de pulmón 

nos golpee las sienes con su vestido 

de caliente piña.

Es preciso matar al rubio vendedor de aguardiente 

a todos los amigos de la manzana y de la arena, 

y es necesario dar con los puños cerrados 

a las pequeñas judías que tiemblan llenas de burbujas, 

para que el rey de Harlem cante con su muchedumbre, 

para que los cocodrilos duerman en largas filas 

bajo el amianto de la luna, 

y para que nadie dude de la infinita belleza 

de los plumeros, los ralladores, los cobres y las cacerolas de las cocinas.

¡Ay, Harlem! ¡Ay, Harlem! ¡Ay, Harlem! 

No hay angustia comparable a tus rojos oprimidos, 

a tu sangre estremecida dentro del eclipse oscuro,

a tu violencia granate sordomuda en la penumbra, 

a tu gran rey prisionero, con un traje de conserje.

Tenía la noche una hendidura y quietas salamandras de marfil. 

Las muchachas americanas 

llevaban niños y monedas en el vientre 

y los muchachos se desmayaban en la cruz del desperezo. 

Ellos son. 

Ellos son los que beben el whisky de plata junto a los volcanes 

y tragan pedacitos de corazón por las heladas montañas del oso.

Aquella noche el rey de Harlem con una durísima cuchara 

arrancaba los ojos a los cocodrilos 

y golpeaba el trasero de los monos. 

Con una cuchara. 

Los negros lloraban confundidos 

entre paraguas y soles de oro, 

los mulatos estiraban gomas, ansiosos de llegar al torso blanco, 

y el viento empañaba espejos 

y quebraba las venas de los bailarines.

Negros, Negros, Negros, Negros.

La sangre no tiene puertas en vuestra noche boca arriba. 

No hay rubor. Sangre furiosa por debajo de las pieles, 

viva en la espina del puñal y en el pecho de los paisajes, 

bajo las pinzas y las retamas de la celeste luna de cáncer.

Sangre que busca por mil caminos muertes enharinadas y ceniza de nardo, 

cielos yertos, en declive, donde las colonias de planetas 

rueden por las playas con los objetos abandonados.

Sangre que mira lenta con el rabo del ojo, 

hecha de espartos exprimidos, néctares de subterráneos. 

Sangre que oxida el alisio descuidado en una huella 

y disuelve a las mariposas en los cristales de la ventana.

Es la sangre que viene, que vendrá 

por los tejados y azoteas, por todas partes, 

para quemar la clorofila de las mujeres rubias, 

para gemir al pie de las camas ante el insomnio de los lavabos 

y estrellarse en una aurora de tabaco y bajo amarillo.

Hay que huir, 

huir por las esquinas y encerrarse en los últimos pisos, 

porque el tuétano del bosque penetrará por las rendijas 

para dejar en vuestra carne una leve huella de eclipse 

y una falsa tristeza de guante desteñido y rosa química.

Es por el silencio sapientísimo 

cuando los camareros y los cocineros y los que limpian con la lengua 

las heridas de los millonarios 

buscan al rey por las calles o en los ángulos del salitre.

Un viento sur de madera, oblicuo en el negro fango, 

escupe a las barcas rotas y se clava puntillas en los hombros; 

un viento sur que lleva 

colmillos, girasoles, alfabetos 

y una pila de Volta con avispas ahogadas.

El olvido estaba expresado por tres gotas de tinta sobre el monóculo, 

el amor por un solo rostro invisible a flor de piedra. 

Médulas y corolas componían sobre las nubes 

un desierto de tallos sin una sola rosa.

A la izquierda, a la derecha, por el sur y por el norte, 

se levanta el muro impasible 

para el topo, la aguja del agua. 

No busquéis, negros, su grieta 

para hallar la máscara infinita. 

Buscad el gran sol del centro 

hechos una piña zumbadora.

El sol que se desliza por los bosques 

seguro de no encontrar una ninfa, 

el sol que destruye números y no ha cruzado nunca un sueño, 

el tatuado sol que baja por el río 

y muge seguido de caimanes.

Negros, Negros, Negros, Negros.

Jamás sierpe, ni cebra, ni mula 

palidecieron al morir. 

El leñador no sabe cuándo expiran 

los clamorosos árboles que corta. 

Aguardad bajo la sombra vegetal de vuestro rey 

a que cicutas y cardos y ortigas turben postreras azoteas. 

Entonces, negros, entonces, entonces, 

podréis besar con frenesí las ruedas de las bicicletas, 

poner parejas de microscopios en las cuevas de las ardillas 

y danzar al fin, sin duda, mientras las flores erizadas 

asesinan a nuestro Moisés casi en los juncos del cielo.

¡Ay, Harlem, disfrazada! 

¡Ay, Harlem, amenazada por un gentío de trajes sin cabeza! 

Me llega tu rumor, 

me llega tu rumor atravesando troncos y ascensores, 

a través de láminas grises 

donde flotan tus automóviles cubiertos de dientes, 

a través de los caballos muertos y los crímenes diminutos, 

a través de tu gran rey desesperado

cuyas barbas llegan al mar.

Federico García Lorca


EL REY DE HARLEM

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