Iván de la Nuez
Cuando Umberto Eco llevaba a la imprenta su libro Kant y el ornitorrinco, iba poseído por una extraña felicidad:
-Borges ha escrito de todo, menos del ornitorrinco.
El éxtasis le duró poco; pues el aguafiestas de turno lo bajó de esa nube y le informó sin piedad que el escritor argentino, «al menos verbalmente», sí se había referido al ornitorrinco. Parece que para explicar por qué no había estado en Australia. Todavía más: para Borges, situado en las Antípodas -y nunca mejor dicho- de la euforia de Eco, el ornitorrinco no era la panacea de la interpretación sino, simple y llanamente, una bestia horrible.
-¡Un animal hecho con pedazos de otros animales!-, se supone que dijo.
Una vez pasado el mal trago de no haber vencido la angustia de la influencia, Eco se dio a la tarea de contradecir a su admirado Borges. Y ya que no pudo fundar, se dedicó a rebatir. Así, consiguió explicarnos que el ornitorrinco no era un animal horrible, como afirmaba Borges, sino un ser vivo «prodigioso y providencial para poner a prueba una teoría del conocimiento». Eco insinuó algo más: dada su antigüedad en el desarrollo de las especies, es posible pensar que el ornitorrinco «no está hecho de pedazos de otros animales, sino que los demás animales han sido hechos con pedazos suyos». El ornitorrinco se comporta como uno de esos fenómenos que no aparecen previamente en nuestra enciclopedia y, por eso mismo, es capaz de generar un nuevo conocimiento. Eso es, por encima de todo, lo que comparten el animal múltiple de los Antípodas e Immanuel Kant, ese creador de «enormes conceptos empíricos que luego no sabía dónde meterlos».
-Aunque Kant no sabía nada del ornitorrinco-, pensaba Eco- el ornitorrinco, si quería resolver su propia crisis de identidad, sí necesitaba saber algo de Kant.
Pero, ¿qué es, exactamente, un ornitorrinco? Simultáneamente, un mamífero, un reptil y un ave, entre otras cosas. Una identidad plural que sirve para hablar del lenguaje y de los signos, pero también para explorar la diversidad a la que se enfrenta, de sopetón, la sabiduría. Los animales han servido, tanto al pensamiento como a la ficción, para resolver diferentes enigmas. Así, el axolote (un anfibio a medio camino en la escala evolutiva) fue usado por Roger Bartra para explicar las paradojas del México moderno. El centauro sirvió como metáfora del arte conceptual. Silvio Rodríguez hizo famoso al unicornio como modelo de los sueños perdidos.
Homero y las sirenas. Melville y la ballena. Hermingway y el pez espada de El viejo y el mar…
En el fondo, los animales sirven para exponer preocupaciones algo más humanas, pues también nosotros -sobre todo nosotros- estamos en peligro de desaparecer. De esta realidad se ocupó hace unos años Karl Markus Gauss en Europeos en extinción, una llamada de auxilio desde el mismo corazón de esa selva de países, lenguas y razas que conocemos como Europa. Gauss consiguió una historia fascinante, construida con las palabras y los silencios de seres que durante dos siglos han estado como de paso: Sorabos, arbëreshe o aromanos. Minorías que -más que étnicas- son, como dijo una vez Gilles Deleuze, minorías éticas. Gauss invocaba, entonces, esas políticas menores que tanta falta nos hacen: la de un rabino que hace política para «dos centenares de almas», la de un musulmán que arriesga su vida para salvar el patrimonio sefardí bajo el fascismo, la de un judío que consigue salvar un importante arsenal de la poesía sufí. En fin, acción directa sin coartadas. Esa que nuestros políticos ignoran, ofuscados como están en sus Grandes Causas. Con sus cruzadas abstractas y sus extinciones concretas.
(*) En homenaje a Umberto Eco, recupero este post de 2008, publicado entonces con el título de Zoopoética. La fotografía es de Oliver Zehner y fue publicada en El Mundo.
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