Eduardo penetró, en el frondoso bosque situado en las cercanías del río de su vida. Buscaba el silencio necesario para restablecer su propia armonía.
Avanzó por entre las columnas de robles, hayas, chopos, abedules, y notó como se interrumpían las hermosas sinfonías, que producían las criaturas que allí habitaban.
Sobre el bosque cayó un silencio que penetró hasta su interior. Aspiró con fuerza el oxígeno que desprendían sus plantas, y aquel aroma le sumergió en sus dudas y quebrantos, intentando encontrar una respuesta a tantas cosas que le agobiaban.
Vació su alma y al hacerlo, encontró los motivos para poder encarar la vida con alegría. Con el espíritu ya más sereno, volvió a escuchar el canto de los petirrojos, copetones y mirlos, mientras sobre una rama, un búho con su mirada fija lo veía todo.
Que los sonidos del bosque hubiesen vuelto a la normalidad, le indicó que el silencio logrado en su interior, había sido una magnífica forma de hablar consigo mismo.
Sólo los árboles continuaron en silencio. Sólo el rumor de las ramas, cuando el viento las mecía, o cuando al atardecer se oía el grito de algún macho durante su cortejo a la hembra, daban señales de una vida intensa, pero silenciosa.