Iván de la Nuez
Ha muerto, a los 93 años, Reynaldo Miravalles. Puede que no sea exagerado endosarle el título de “mejor actor cubano de todos los tiempos”. Aunque esto, como se sabe, es discutible.
Lo que será más difícil de contradecir es que no ha habido, en el cine cubano, un actor secundario más efectivo ni otro que haya cumplido con la dulce maldad que se les supone a los mejores actores de reparto: robarle la escena a los protagonistas.
En eso, Miravalles no fallaba. Y se cuentan por decenas las películas en las que, nada más aparecer, hacía gravitar en torno a su figura toda la historia. Sus personajes eran agujeros negros que se tragaban las tramas y los héroes, las verdades y las coartadas. Y esto era así porque, más que bueno, Miravalles era distinto.
Pese a la percepción de que era un “actor natural”, era menos intuitivo de lo que podría pensarse y se pasaba horas buscando las rendijas de sus personajes.
Un día, llegó a decir que su técnica descansaba en una ecuación sencilla:
-En un tiroteo, yo cargo el arma mientras los demás disparan.
No encuentro mejor definición de la originalidad. Ni forma más digna de dejar una huella en este mundo. Esto es: tomarte un respiro mientras los otros se matan.
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