Ese verano fue distinto, había cumplido otro año más y algo en mí cambió de repente, aunque no me diese cuenta. Un aviso sí me daba el espejo, una sombra oscurecía la parte superior de mi labio y notaba más ronca mi voz, pero a la postre ¿no era eso lo que estaba buscando? Las friegas a escondidas de mis padres con piedra pómez, parecía que empezaban a dar sus frutos.
Comenzaba a ver de otra manera a las niñas y ahora ya no rehuía sus cercanías, por considerarlas poco interesantes, nada aptas para jugar a pídola, churro mediamanga o al rescate.
Como todos los veranos volví al pueblo de mis ancestros, huyendo del calor capitalino para reencontrarme con mis abuelos, mis primos y sobre todo con mis amistades veraniegas.
Me sorprendió enormemente ver que en la pandilla habían aceptado presencia femenina, en la de Madrid todavía no habíamos dado semejante paso. El caso es que no me pareció mal ya que había una chica a la que no sabía porqué empezaba a mirar de otra manera.
Y es que Montse había comenzado a veranear en el pueblo el año pasado. Hice muy buenas migas con su hermano, pues aunque un par de años mayor que yo, nos unía la misma pasión por los aviones. Inevitablemente esto hizo que me cruzara muchas veces con su hermana y este año esos cruces de miradas tenían algo especial.
Ella era rubia natural, algo raro en aquella época donde apenas existían los tintes capilares y eso la hacía destacar sobremanera. Tenía una conversación entretenida y chispeante, en la que abundaban los chistes lo que hacía que fuese muy popular en la pandilla.
Yo no sé cómo empecé a mirarla de otra manera, me apetecía estar junto a ella, no solo en el mismo equipo cuando jugábamos al pañuelo en el prado de las escuelas, sino también cuando nos sentábamos en corro a jugar a las prendas o sencillamente a contar nuestras historias del colegio o las películas que habíamos visto. A veces cruzábamos nuestras miradas y al darnos cuenta, enseguida volvíamos la cabeza azarados de haber sido pillados mirándonos algo embobados.
Una tarde húmeda en la puerta de su casa, nuestros juegos se vieron interrumpidos por una violenta tormenta que se desató de improvisto. Gruesos goterones cayeron sobre la pandilla, que por arte de magia se dispersó en todas direcciones. En aquel maremágnum una mano cogió la mía y me llevó bajo un soportal.
Allí acurrucados Montse y yo, pues de ella se trataba, intentábamos capear el temporal que de repente se desató. Rayos, centellas y una cortina de agua se desencadenó contra el mundo, todo dentro de la oscuridad casi absoluta, rota por algunos relámpagos que aterrorizaban a mi pareja. Ella intentaba abrazarse a mí todo lo que podía y yo notaba cómo se estremecía ante los sonidos atronadores de los truenos que sonaban cada vez más cercanos.
Creo que fue en el último estampido, el más fuerte y sonoro de la tormenta, cuando ella buscó protección arrebujándose si cabe en mis brazos y en ese momento nuestros rostros se juntaron. Ella poco a poco, pues yo estaba completamente anonadado por cómo se desencadenaban los acontecimientos, acercó sus labios a los míos y allí quedaron pegados unos segundos. Una vez roto el hechizo, repetimos dulcemente los encuentros con unos besos sacados de cualquier película. Hacía pocos días que habíamos visto en el cine Love Story y creo que nos figurábamos en ese momento como sus protagonistas.
Tal como vino la tormenta terminó y trajo de nuevo el sol, si cabe para nosotros más radiante y espectacular.
Ese fue para nosotros nuestro más preciado secreto. Yo no lo conté a ninguno de mis amigos, aunque por las miradas de complicidad que a veces me echaban sus amigas, no creo que por su parte hiciera otro tanto.
El resto del verano transcurrió entre nubes de algodón, aunque para nuestra desgracia no hubiera más tormentas. Los juegos y los baños en el río transcurrieron igual, aunque ya siempre ella y yo participando en el mismo equipo. A veces, cuando los miembros de la pandilla decidíamos salir de excursión a merendar a alguna fuente fuera del pueblo. En el camino, apartados de cualquier mirada de adultos, nos atrevíamos a ir cogidos de la mano. En ese momento me sentía el ser más afortunado sobre la tierra.
Un día de repente llegó el temido trofeo Carranza de fútbol. Todas las alarmas se encendieron de repente, el verano llegaba a su fin. Nuestras madres aprestaban las maletas de nuevo con aviesos fines e insistían que diésemos un postrero repaso a los libros de texto que no habíamos abierto en casi sesenta días.
Ella se fue unos días antes de mi partida, me acerqué a la esquina de su casa contemplando cómo metían las maletas en el coche que la separaría de mí. Ella entró displicente en el vehículo y en el último momento se giró hacia mí y sacudió suavemente su mano.
Allí me quedé un rato con las manos en el bolsillo, saboreando su recuerdo y a la postre feliz por aquel verano tan distinto, el primero de unos veranos totalmente distintos a los que había vivido hasta entonces.