No era capaz de entenderlo, apenas llegaba corriente eléctrica para encender levemente una bombilla, pero para el viejo tocadiscos de mi abuela era suficiente, cuando estaba ella, una inmisericorde letanía de canciones de Manolo Escobar nos llenaba los oídos de música que entendíamos que no era para nuestros oídos, claro que cuando ella se marchaba al hostal, comenzaba la segunda parte de la tortura musical: mi tía cogía su turno y nos llenaba los oídos de sensibleras canciones de Julio Iglesias. ¡Que injusticia! Mi hermano y yo suspirábamos por alguna triste hora delante de un televisor, añorábamos Bonanza y Locomotoro y hubiéramos sido capaces de ver con agrado a la familia Telerín ordenando irnos a la cama.
La única canción que nos gustaba era el abuelo Víctor, de Víctor Manuel, nos hacía gracia, pues el primer nombre del abuelo también era Víctor, no nos imaginábamos en nuestra ignorancia, a nuestro abuelo de picador en una corrida de toros, cambiando su boina por un castoreño, sabíamos que valor no le faltaría, pero nos daba risa imaginarlo embutido en un traje de torear.
Lo de acostarnos temprano venía bien al fin y al cabo, así madrugaríamos y podríamos aprovechar los días, ya que las noches se presentaban mortalmente aburridas sin tele, pasear con el abuelo era lo mejor que nos podía pasar, si no estaba muy mal de los achaques, caminar con él era entrar en un mundo especial, donde se mezclaba el pasado y la actualidad y un conocimiento de plantas y animales como ningún libro, por muy ilustrado que fuera, nos iba a enseñar. Con él, aprendí a distinguir los avellanos, el beleño de las brujas, la hierba de savia naranja que curaba verrugas y el canto del cuco y sobre todo a maravillarme de sus manos encallecidas, que eran capaces de tocar las ortigas e incluso frotárselas por el dorso de sus manos sin sentir ningún dolor, ya me hubiera gustado tener ese don aquella vez que me caí de la valla medianera sobre las ortigas ¡estando en bañador!
Recuerdo aquella tarde con la maestra en Zarzosa, no sé su nombre, hace muchos años que lo olvidé, pero si recuerdo la canción que nos enseñó:
Don Caramelín
Se lava y se peina
Y se va al cafetín
A pesar de ser maestra, una profesión que odiábamos, la tomamos afecto, era una novedad en nuestro discurrir del verano, entonces no podíamos alejarnos mucho de la casa de los abuelos sin el acompañamiento de un adulto, como mucho a la pradera junto al Sauca, bajo unos chopos que nos parecían naves espaciales, allí juntábamos piedras e intentábamos imaginar que éramos padres de familia y tenderos, comerciando con piedras y semillas.
El Sauca, hoy falto de toda vida acuática, entonces nos daba para tardes enteras llenas de aventuras y descubrimientos, capturábamos renacuajos e intentaba ya lo mismo con gobios, soñando que algún día sería capaz de hacer lo mismo con las truchas que se escondían veloces en las oquedades debajo del puente, a pesar de nuestros torpes intentos, aun faltaban muchos años para que pudiera hacerme con ellas artesanalmente, es decir, como los osos, con las manos.
Aquel verano por más que lo intentaba no conseguí ninguna, prácticamente era lo único que podía comer mi abuelo, la lucha contra su enfermedad la perdió por aquel entonces, fue la primera vez que vi llorar a mi madre y no entendí muy bien lo que pasó aquella noche, pero desde entonces creo que Alameda añora una veja boina castellana paseando por sus ruas.