Al cruzar hasta el barco a algunos les cubre el agua por el ombligo y a otros por el pecho, pero no hay corriente y logramos llegar todos a un pequeño islote emergido donde yace nuestra majestuosa Mathilde-Claire escorada. Posteriormente logramos enterarnos del porqué de las prisas del guía, existía la posibilidad de que algún cocodrilo degustara alguno de los “sabrosos” turistas que pasábamos por el manglar y por el río.
Entre todos logramos enderezar la embarcación apoyándola sobre palos que llevaba el patrón. Una vez acabado ésto Jonás da el grito de “ostras”, y efectivamente, nos lanzamos a arrancarlas del suelo rocoso que las acogía para degustarlas tal cual, crudas y sin limón.
La situación es: es de noche, comemos arroz con pescado (decidimos darle una prórroga a la gallina) dentro del barco mientras esperamos a que la marea suba y seguir el viaje, Martín sigue con fiebre, tenemos los dedos cortados de atacarles a las ostras sin herramientas; notamos un vaivén, el patrón grita y nos ordena ubicarnos a estribor, raudos pero sin soltar el plato lo hacemos, el equilibrio es precario, nos vamos distribuyendo hasta notar que se mueve todo menos. Aumentamos el ritmo de deglución y nos preparamos para lo que venga. El agua arrastra todos los apoyos de un lado y cae sobre él, volvemos a contrapesar entre risitas histéricas este desequilibrio, de manera increíble el agua va haciendo flotar la Mathilde-Claire sin que zozobremos. Comenzamos a navegar.
El cielo está lleno de estrellas que iluminan nuestras caras. El ayudante del patrón hunde en la proa una vara para comprobar la profundidad, del agua nace una luminiscencia que nos hace a todos asomarnos por la borda, es como un milagro. Al mover el agua sale luz (efecto de las aguas muy ricas en microorganismos).
Nuestro largo día finaliza cuando llegamos a la isla de Orango, un grupo de pescadores senegaleses nos acoge con asombro y cordialidad. El fuerte olor a pescado intentando salarse hace que algunos de nosotros decidamos montar la mosquitera cerca de la orilla, la presencia del mar abierto refrescó la noche y a pesar de los constantes paseos de los senegaleses para ver a las brancas, logramos dormir.