Iván de la Nuez
Vivimos gobernados por iconos. Despertamos y uno nos enciende el mundo. Vamos a dormir y otro nos lo apaga. Da lo mismo que intentemos saber del tiempo o ubicarnos en el espacio: todo es cuestión de pinchar en el símbolo adecuado. Si alguien destaca en este mundo, ya no se convierte en un héroe o un mártir, sino en un icono; la confirmación suprema del animismo contemporáneo.
Con el desplome del comunismo -y con el paso de un PC (Partido Comunista) a otro PC (Personal Computer)-, quedó decretada la Era Digital-Era Global-Era de la Imagen-Nuevo Orden Visual. Cualquiera de estas denominaciones confirman el asalto al poder por las imágenes, su avasallamiento absoluto de nuestra experiencia, con esa proliferación de selfis, fotos y redes visuales de las que no es posible escapar.
A esa omnipresencia, se le ha llamado Iconocracia, un término que afianza la tiranía de esas imágenes pero que, al mismo tiempo, nos permite otra interpretación. Porque, sin negar esa ubicuidad opresiva, la Iconocracia puede entenderse también como un ecosistema de poder y contrapoder, un juego de gobierno y oposición en el que cabe la respuesta radical de la iconoclasia o la crítica digestiva de la iconofagia: término que han compartido Norman Baitello o Alfonso Morales y que preludiaron Oswaldo de Andrade o Fernando Ortiz.
Con las cámaras convertidas en apéndices humanos –tal como ha alertado Joan Fontcuberta- generamos más imágenes de las que podemos consumir, imágenes que nos someten y ante las que no queda otra que sublevarse.
Imágenes que, bajo la alfombra de millones de reproducciones inabarcables, nos obligan a descubrir los imaginarios de este tiempo. Esta era imaginaria que empezó con la nueva derecha poniendo a volar la cabeza de Lenin sin cuerpo sobre el cielo de Berlín, y se alarga hasta un presente en que la nueva izquierda ha echado a cabalgar el cuerpo sin cabeza de Franco sobre el suelo de Barcelona.
(*) Fotografía de Massimiliano Minocri.
Marcador