La uña negra del dolorido índice izquierdo tras amartillármelo y ambas muñecas y antebrazos repletos de arañazos por culpa de la tela de gallinero (es que no me va eso de trabajar con guantes) forman parte de la alegría de haberles montado sendos corrales a nuestras conejas. Y es que Chispita y Panchita se llevan fatal, así que no nos quedó más remedio que separarlas.
Chispita continúa en la azotea, donde siempre ha vivido desde que iniciamos esta nueva aventura verde. Allí permanece suelta casi todo el día. Pese a la existencia de múltiples rapaces diurnas por esta zona como halcones, aguilillas y cernícalos, su tremendo tamaño le permite estar bastante segura, porque no existe bicho bajo el sol que pueda remontar el vuelo cargando con sus casi 5 kilos de pelo. Sin embargo, cosa muy distinta son los búhos y lechuzas nocturnas. Así que, para evitar que se tuviese que quedar 12 horas encerrada en su amplia conejera, me decidí a construirle un corral de seguridad, con el fin de que, también por las noches, pudiese estirar las patas, pasear y tumbarse bajo la luna con total seguridad.
Este fue el resultado:
A Panchita, como es tan sumamente papillera, que le encanta estar cerca de nosotros, que la acariciemos, que la cojamos y demás mimos, la hemos colocado -también por mayor seguridad debido a su menor tamaño- en la terraza de la cocina. Le encantan los túneles, así que le confeccioné uno de alrededor de dos metros por el que brinca y en uno de cuyos extremos le encanta meditar contemplando los campos y huertas a su alrededor.
Este corralito todavía está en "mantenimiento y confección", puesto que Panchita es tan sumamente lista e inquieta que ayer se salió de él, subiéndose al techo de su conejera. Hoy mismo le pondré solución añadiéndole un techo abatible de la misma tela de gallinero.
¿Qué os parece?