Revista Talentos

Fallando

Publicado el 16 diciembre 2016 por Sylvia
Ayer, mientras B dormía una siesta que empezó tarde -no es bueno que las siestas empiecen tarde-, me quité el top y me puse mi bata de consolación, para beber almíbar caliente en el que cocí guayabas. Empecé a escribir esta entrada que termino hoy, también mientras B duerme la siesta -que habría estado mejor más temprano-.
Ayer fue un día de buenas noticias y pequeñas complicaciones, con un crítico momento de desesperación por la tarde, en el que volví a gritar: "¡Yaaaaa! ¡Por favor, déjame trabajar! ¡Espeeeraaa!" (multiplicado por cuatro, más o menos).
B había esperado mientras yo opcionaba por la mañana, mientras me bañaba, mientras hacía la comida, mientras tenia una entrevista inesperada, mientras daba clase, y ahora debía esperar mientras yo hacía que mi teléfono emergente leyera mi chip y lograba opcionar de nuevo. Se quejó, se retorció y gritó.
En cuanto me desocupé, la cargué, le di teta y se quedó dormida. Sé que tenía sueño desde rato antes, pero también sé que estaba descargándose del estrés por el mal rato y eso me da mucha pena. Es horrible gritar a tu hija de un año siete meses, sobre todo cuando su demanda es "hazme caso, quiero estar contigo".
Me queda claro que en realidad, por ejemplo, apenas me buscó mientras hacía la comida; su papá estaba ahí, acababan de regresar del parque y disfrutaban la novedad del chicozapote: B se llenó cara, ropa y manos y le dio gusto verse en el espejo convertida en hija postiza de Cepillín. La ida al parque fue mientras yo hablaba con mi afortunada visita inesperada, así que ella tampoco sufría en el momento de mi entrevista. No es una niña metida en un corralito durante horas, ni colocada frente a un televisor para estarse quieta; no se le deja de lado. Pero su demanda se cruza con mi deseo y me produce un poco de frustración y un dejo de culpa; si pudiera, trabajaría solo en las horas en que a ella le viniera bien.
Eso, respecto a no darle mi atención en todo momento.- Es lo que hay, no pasa algo grave.
Otra cosa es gritarle. Nada justifica que le grite, así que me disculpo con ella y se lo explico: que no se lo merece, que me porté mal y lo lamento; que le pediré a Dios que me ayude para no volverlo a hacer... Cuando vuelve su papá, le digo delante de ella que tenemos que contarle que hoy mamá se desesperó y gritó y eso está muy mal. Me doy cuenta de que evito decir que "le grité"... como si hubiera gritado al aire. Espero que Dios sane su corazón, porque a mi me queda claro que aunque se levante pensando en otra cosa y se muestre la mar de contenta, ahí está ya la impresión que causé... otra vez.
Mi caso es ilustrativo de cómo gritamos -o pegan, los que pegan- porque podemos y por incapaces. Aunque estés a punto de explotar en un trabajo, no le gritas a tu jefe; en todo caso, le gritas a tu subordinado con el que -se supone- no te pones en riesgo. Aunque conozcas la teoría sobre gestión de emociones, hace falta estar en paz para reaccionar de modo correcto. Porque se vale enojarse, se vale desesperar, pero hay un modo correcto de interactuar cuando una se enoja o se desespera; también hay un modo correcto con los hijos. Es de humanos fallar, claro.
Silvia Parque

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