Iván de la Nuez / @ivandelanuez
Occidente necesita el exotismo como una manera de simplificar las culturas complejas que existen más allá de sus mares. Incluso, llegando al punto de no reconocer siquiera el carácter occidental de algunas, como es el caso de la cubana. Por eso premia ese tipo de literatura que reitera hasta la saciedad la reinvención de parajes bucólicos, poblada de matices neoconservadores, acrítica con su tradición autoritaria y pregonera inconsciente de los poderes establecidos. Una literatura balsámica para un Occidente aburrido que tiende a sublimar y destruir simultáneamente la Amazonia o la selva de Costa Rica para construir hoteles, recoger caucho o filmar Parque Jurásico.
Uno de los artistas más influyentes en el panorama contemporáneo es Félix González-Torres. Un cubano, nacido en Guáimaro, que comía frijoles negros y escuchaba a Celia Cruz en su casa, aunque siempre tuvo el talento de no convertir eso en una bandera. Su obra es uno de los legados más interesantes y bellos del arte conceptual, aunque González-Torres es prácticamente un desconocido entre los cubanos o en los mundos ajenos al arte. Además, no es lo que pudiéramos considerar un «escritor».
Sin embargo, el intenso cuidado de la palabra, su manera de alojar lo privado en lo público, su fina composición del texto, el modo en que deja caer la historia en la imagen, siempre las he asumido como una herencia literaria.
González-Torres había fundado el Group Material en Nueva York y luego desarrolló una obra en la que no hizo concesión al folclorismo ni a los oportunismos multiculturales. Él entendía la identidad cubana como un rito gestual, una marea. Murió de sida a los 39 años, dejando unas piezas que pueden ofrecernos la clave de lo que significa este arte de habitar en la diáspora. En una de ellas, aparece una valla pública que reproduce un lecho sin hacer, una cama antes habitada con la huella de sus componentes. Como si los cuerpos sin paisaje del comienzo de este ensayo encontraran su contraparte en el paisaje sin cuerpos que hoy sólo nos remiten a un rastro.
Esa es, tal vez, el secreto de escribir en la diáspora, cuando ya no hay hogar ni regreso al mismo: conceder un paisaje a cuerpos que no lo tienen y, a la vez, encontrar los cuerpos perdidos tras una huella marcada en la intemperie del mundo.
(*) Este es un fragmento del ensayo «Registros de un cuerpo en la intemperie», publicado en 1998 y que aparece recogido en mi próximo libro, Cubantropía, que editará Periférica este otoño. Justo después de la ola de calor.